Renunciar a las pretensiones es un alivio tan bendito como darles satisfacción, publicó el filósofo estadounidense William James.
Esta idea se ajusta a un contexto específico, el que supone la humildad de no pretender algo que, en el fondo, se desea, pero no cabe en otros contextos.
No está claro a qué pretensiones se dirige el inspirador del pragmatismo en Estados Unidos. (Es muy difícil, en un espacio reducido, tratar la cuestión del pragmatismo como corriente filosófica. No se hará aquí, por ahora. Nos limitaremos a analizar esta frase).
Porque resulta que hay pretensiones irrenunciables como la de vivir, por ejemplo, la de servir a los demás, la de tener sentimientos compasivos, la de liderar aunque sea a un grupo de puercos, con perdón de los lechones, o la de adquirir bienes y posiciones sociales.
Hay un vacío de difícil conjetura en la elegante postura del autor que parecería inspirarse en las enseñanzas de Siddhartha Gautama, llamado el Buda, el iluminado, que pedía la renuncia de todo apego para alcanzar un estado de beatitud resplandeciente.
Toda renuncia es desprendimiento, esfuerzo heroico en ocasiones por desentenderse de cosas, bienes incluidos, que tienden a ilusionar y tienden al engaño (las ilusiones son también objetadas por Gautama para avanzar hasta la gran meta personal e íntima de la más alta de las realizaciones).
En el pensamiento inconcluso e inespecífico de James, el término “pretensiones” es clave puesto que sólo se renuncia a lo que se tiene o se cree o pretende tener.
Ahora bien, hay algo que se interpone en ese camino: el ego.
El muy difícil echarlo del empleo. Pero no lo es tanto desinflarlo de modo que no eche a perder y cauce la ruina de su portador, que es casi todo ser humano que habita el mundo.
El ego es un arma compleja y difícil. Si no se tiene, como expresión de voluntad y de pervivencia en un mundo “competitivo” y cruel, hay riesgos de aplastamiento, de perder todas las batallas. Es un toro que se debe agarrar por los cuernos.
Si se tiene en exceso es igual de perjudicial ya que actúa como un traidor de las mejores (o peores) intenciones.
Lo que debe haber es un equilibrio, el término medio que aconsejan los maestros ascendidos, para luchar contra este enemigo interno, este aguafiestas que nos hace c reer que vamos bien cuando en realidad nos dirige alegre o dramáticamente hacia el abismo.