Hace unos años asistí a una reunión de intelectuales preocupados por la situación nacional, según decía la invitación. Pensé que hablaríamos de energía, el déficit fiscal, el gasto público, el clima de inversión, la elección de jueces y la reforma constitucional, entre otros. Todo me parecía interesante. Resultó que la preocupación allí tenía que ver más con lo que alguien llamó crisis de identidad nacional y las raíces del pueblo dominicano.
Cada uno de los doce participantes se disparó un discurso sobre el exterminio de la población indígena y el saqueo de las riquezas de nuestros aborígenes. Todos, sin excepción, plantearon la necesidad de profundizar la búsqueda de las causas de nuestra pobreza en ese acontecimiento histórico. Me dije toda clase de cosas para mis adentros e identifiqué de inmediato la puerta de salida. Como no domino el tema me atreví a sugerir: “Dejemos esta discusión a las universidades”. La discusión era oportuna, se alegó, para descubrir nuestros orígenes y definir los rasgos de nuestra herencia cultural. “Si todos los indígenas fueron exterminados ya no queda herencia”, pensé. “¿Para qué buscar lo que no existe?”.
El holocausto de la raza aborigen tenía pendiente el juicio de la historia, alguien dijo, a lo que siguió un fuerte aplauso. Perdido en la discusión, ajeno al tema, de mis labios surgió otra muestra de ignorancia. “¿A quien juzgamos? Los responsables tienen más de 500 años de muertos”. Alguien lanzó un grito. Yo me adelanté: “Por el tiempo transcurrido, según la ley dominicana, esos crímenes no pueden ser juzgados”. Por la reacción, me percaté que estaba usurpando una silla. Me disculpé y salí a tomar el aire fresco.
Escuché decir a mis espaldas que yo era un soldado templario, agente de la reacción y el oscurantismo intelectual. Musité para mí mismo: “Un buen tema para Funglode”, y salí de allí a toda velocidad.