Laura hacía mermelada en el hornillo, removiendo la mezcla espumosa mientras se iba haciendo almíbar, hirviendo los tarros y llenándolos para colocarlos luego en un estante como si fuesen adornos, o libros.

Pedro llegó inesperadamente. Había corrido tan rápido como pudo, y tan lejos como creyó conveniente… Y por supuesto, había parado allí. Tenía el cuerpo mojado en sudor, y la respiración cortada, pero la mirada de un hombre libre.

Laura recordaba a Pedro perfectamente. Cuando eran niños vivían cerca. Él y Laura se comían las mermeladas como ésta, que en ese entonces hacía su abuela, en lo más crudo del invierno. Robaban cucharadas cuando la abuela no miraba, y se escondían debajo de la mesa para lamerlas hasta dejarlas limpias. Cuando Pedro se fue, Laura se convirtió en otra versión de sí misma, una más oscura.  No fue fácil. Nunca llegó a decirle…

La luz del día atravesaba la ventana, manchando la alfombra, y el brazo de la silla. Fuera, el agua goteaba de la cornisa. Todo igual que siempre, y sin embargo, allí estaba Pedro, llegando de esa manera tan abrupta, después de tantos años, parado en la puerta, esperando entrar.

– "Eh, hola" le dijo a Laura, levantando la vista con la misma torpeza y calma de siempre.

Después de un momento de silencio, ella se levantó, se sacudió las manos en los pantalones, y salió furiosa hacia el campo. Los cardos le arrañaban los tobillos, y las fresas se reventaban suavemente bajo sus pies. Era injusto. Todo esto era injusto. Ella había renunciado a tantas cosas, forjado una vida distinta a la que había querido. Ahora era tarde.

Pero Pedro siguió el mapa que formaba el trayecto de sus pasos, la cicatriz de su huída, y la alcanzó. En una extraña especie de asalto, la abrazó, y confirmó su sospecha. Sus grietas aún coincidían.

Ellos no eran más que un relato a medio terminar. Un destiempo.

Un error, de esos que son un placer cometer.