Un colega ha compartido conmigo un estimulante artículo de divulgación del psiquiatra Pablo Malo. En dicho escrito, el autor aborda las siguientes interrogantes: ¿Somos fácilmente influenciables por los demás, especialmente por las figuras de autoridad? ¿Tendemos a aceptar los mensajes recibidos aunque los mismos nos perjudiquen?

Las respuestas convencionales a estas preguntas son afirmativas. Pero a partir de la reseña de dos artículos escritos por Gordon Danning y Hugo Mercier, el psiquiatra pone en entredicho los supuestos de estas respuestas. Estos principios son:

a) Las personas tendemos a la aceptación de mensajes que carecen de una base conceptual sólida. En otras palabras, somos una especie muy crédula.

b) Nuestra generalizada credulidad tiene un alto costo para nosotros. Tendemos a aceptar mensajes que nos llevan a ser consumidores de productos materiales (vehículos, joyas) y espirituales (ceremonias religiosas).

c) Modificamos nuestras creencias influidos por figuras de autoridad (líderes políticos, estrellas de la televisión y medios de comunicación).

No obstante, hay una objección muy razonable a estos supuestos. Mercier señala que los mismos no son compatibles con nuestra historia biológica. El éxito evolutivo de la comunicación ha requerido del beneficio mutuo de emisores y receptores. En otras palabras, un proceso comunicativo que perjudique al emisor y al receptor entra en contradicción con los mecanismos de sobrevivencia de la evolución. Ambos requieren beneficiarse para que el proceso sea sostenible.

Además, estos mecanismos de sobrevivencia exigen una cierta actitud crítica por parte del receptor, puesto que el costo de asimilar acríticamente cualquier mensaje es la aceptación de creencias o contenidos que pueden poner en peligro la sobrevivencia del receptor. En otros términos, la evolución exige mecanismos de discriminación entre creencias beneficiosas y perjudiciales, los llamados “mecanismos de vigilancia epistémica”. Por consiguiente, no somos tan crédulos como con frecuencia, pensamos.

¿Y que pasa si el mensaje en transmitido por una figura de autoridad? ¿No tendemos a dejarnos influenciar por un líder político o religioso?

El supuesto de la credulidad ciega a las autoridades se apoya en la idea de que el proceso comunicativo opera de modo exclusivamente vertical, es decir, de arriba hacia abajo, del emisor a un receptor pasivo. Sin embargo, el proceso de comunicación es interactivo. Es cierto que el emisor envía un mensaje, pero para ser efectivo, requiere de hacer sintonía con las emociones y creencias previas del receptor. Este debe reinterpretar el mensaje en función de sus preconcepciones.

Por ejemplo, imaginen un escenario donde un político comunica a una determinada población, con prejuicios xenófobos y racistas muy arraigados, que además se encuentra en una situación de precariedad salarial, la necesidad de ser más tolerantes y amigables con respecto a los inmigrantes.

Esta población, ¿asumirá este mensaje sin crítica alguna? ¿Se convertirá el mencionado político en un líder para los integrantes de esta masa social? O por el contrario, ¿no tendrá este político que reformular su mensaje para serlo acorde con las creencias y aspiraciones propias de su público?

Por tanto, la influencia que con frecuencia atribuimos a un caudillo o a un orador político es mucha veces exagerada. El problema no se trata tanto de que una figura de autoridad modifique las creencias de millones de personas por un “poder mágico” de convencimiento, sino que esta figura ha sido capaz de hacer sintonía con la gente a través de sus prejuicios, temores y esperanzas.

Este último aspecto es fundamental desde el punto de vista político. Con mucha frecuencia, creemos que la destitución o eliminación de un líder, un demagogo o un dictador basta para resolver una situación política perjudicial para una población. Pero debemos pensar que esas figuras han logrado parte de su éxito, no sólo por su capacidad de representar a una clase social gobernante o de dirigir una fuerza militar leal, sino también, de lograr realizar la empatía con un segmento significativo de la población en una serie de sentimientos que, aunque desde una perspectiva cultural los consideramos hoy perjudiciales, como el rechazo al extraño o el nacionalismo chovinista, sirvieron como medios para nuestra sobrevivencia biológica.