Y qué sentido tiene seguir escribiéndonos si ya las letras que nos enviábamos dejaron de hacer dentro de los sobres lo que más nos encantaba.

Si algo me atrae sobremanera son las cartas de los escritores, esa correspondencia cargada de intimidades, llena de caprichos y obsesiones. Siendo muy joven leí apasionadamente las misivas de Frank Kafka a Milena, sus detalles minuciosos y sus celos infundados. Los cambios de humor, entre unas y otras, me hacían sentir como quien lee una novela de aventuras, pero en aquellos renglones todo era real. Aprendí fragmentos de memoria y mis amigos de entonces, de tanto oírlas repetir, también podían recitar una a una sus palabras. Para mí todas ellas son hojas de ruta en las relaciones de pareja, sismógrafo perfecto de los estados de ánimo de los amantes.

Creo, en alusión al mismo Kafka, que en otra vida debí despertar siendo un buzón, una especie de voyerista de cartas de amor. Las organizaba dentro de mi estómago de hierro. Algunas las retenía en mi interior y no las enviaba para evitar una ruptura a destiempo. A otras les corregía el tono, las palabras altisonantes, la ironía innecesaria y otras veces los recelos desbordados. Era aquella una labor de orfebrería intima, personal. Me pregunto cuántas relaciones no se salvarían de un naufragio inminente gracias a mi diligente intervención.

Estos tiempos modernos y acelerados no permiten a esta generación tener una clara idea de lo que significaba una carta en aquel entonces. En cada una de ellas se sumaban muchos elementos, a veces fortuitos e impredecibles. Las esperas eran interminables.  Una epístola en travesía de uno a otro continente  tomaba el curso de un viaje al infinito. Nadie podía prever el estado anímico del destinatario en el momento justo de su recepción, si ese día habría nevado intensamente y por lo tanto la melancolía sería terreno fértil para interpretar las borrosas letras de un modo poco favorable. Se escribían diez y veinte cartas en un día pues la idea era atrapar la esencia de todo aquello que se guardaba por dentro y no siempre era sencillo articularlo a través de las palabras.

Imagino que muchos buzones sufrieron ataques de pánico al recibir algunas cartas. Pliegos encerrados en un sobre que contenían un final definitivo. Sentencias redactadas con tanta firmeza, que no había  corrección de estilo que pudiera cambiar la historia. La línea azarosa estaba implícita en tinta indeleble y el arrepentimiento, con los años,  no pudo salvar a esas relaciones del exabrupto cometido en su momento. Desde entonces me he cuidado de enviar cartas en estado iracundo y he de confesar que algunas, al pasar el tiempo, las llevo a mis espaldas como una cruz.