Trabajé durante un tiempo, como ya he contado en otras ocasiones, en la naviera Sea/Land y fue esta, sin dudarlo, una de las experiencias vitales de la que me siento más agradecido por lo intenso y profundo de la misma. Al borde del puerto existían comedores económicos atendidos por mujeres sencillas, humildes, llenas de desparpajo y desprovistas de todo pudor. Mujeres con manos grasientas curtidas por el trabajo que dejaban a su paso un olor a viandas, a cebolla y a ajo; cubrían sus cuerpos con delantales de tela de cuadros, a juego con aquellos manteles que embellecían las mesas improvisadas cada día al lado de la alta verja que las separaba del muelle.
Yo tenía por aquel entonces unos veintidós años y era consciente de estar viviendo posiblemente una de las aventuras más apasionantes de mi vida, trabajando en aquel lugar sin horarios de entrada ni de salida.
Un mañana cualquiera, en la que almorzaba junto a mis compañeros de trabajo y en medio de la polvareda que habitualmente se formaba alrededor de estos comedores, tuve una experiencia de lo más curiosa. Dos de las propietarias de esos negocios mantenían aquella jornada una acalorada discusión y se desafiaban mutuamente. Yo tan solo observaba callado todo aquel ruido, mientras me perdía entre el aroma y el vapor de un caldo humeante que parecía preparado especialmente para levantarme el ánimo tras una noche plagada de alcohol. De modo repentino y sin que nada anticipara sus movimientos, ambas mujeres giraron sus cuerpos hacia mí como si yo fuera un réferi o un tasador en el mercado. Eran las dos francas, alegres y desinhibidas. Una de ellas era gorda, fuerte y robusta de constitución; lucía bien provista de voluminosos pechos. La segunda era, por el contrario, diminuta y enjuta de carnes, casi una pluma sostenida en el viento por su empeño a la hora de aferrarse a la existencia. Se acercaron retadoras hacia mí y, sin preguntarme previamente si estaba o no de acuerdo con su decisión de que yo mediara en el conflicto, me pidieron que extendiera mi mano, tocara la entrepierna de cada una de ellas y dijera a todos, sin ningún temor, cuál de las dos estaba dotada de los mejores atributos para el placer visual de los hombres. Yo sorprendido por la propuesta solo pude acceder tímidamente al desafío.
Toqué en primer lugar y con cierta parsimonia las cualidades de aquella rolliza señora poseedora de generosos contornos. Al tacto su centro me sugirió más bien la masa de un cangrejo inmenso o tal vez una papa redonda. Parecía que en su caso, y dado el contacto permanente con los alimentos, estos habían desarrollado una cierta empatía con su cuerpo. Tras una detallada inspección y ya con datos suficientes me moví con cautela hacia su amiga. Palpé con idéntica dedicación entre sus piernas, con la atención del doctor que busca a través del tacto algún elemento especial en su paciente. En un principio pensé que la derrota era inminente para aquella mujer, pero para mi sorpresa pude comprobar que aquello andaba de igual a igual entre una y otra. Mi corazón latía aceleradamente y desbocado. Sentía un inevitable temor a errar mi veredicto, y decidí repetir la tasación dos o tres veces más para no equivocarme. Y así, con mis manos dedicadas al mismo tiempo y con idéntico empeño a cada una de ellas, descubrí explanadas y valles a través de la precisa y rigurosa exploración de mis dedos. Más tarde fui consciente de que se había formado a nuestro alrededor un grupo de curiosos que contemplaban aquel singular e inesperado espectáculo. El interés del público iba en aumento. Se notaba un nerviosismo evidente en todos los allí presentes. Unos favorecían a la mujer de voluminosos pechos seguros de su triunfo. Otros apoyaban con sus miradas aquel cuerpo quebradizo sostenido como una pluma en el viento. Justo cuando todos esperaban la inclinación definitiva de mi parte hacia uno de los dos bandos yo, sin embargo, tomé una decisión salomónica y declaré empatado el juego.