El 11 de septiembre de 2008, la Cámara Penal de la Corte de Apelación del Distrito Nacional dictó una sentencia que significó para la sociedad dominicana un reconfortante triunfo de la justicia frente a los vergonzosos niveles de impunidad que se exhibe constantemente en nuestro país. Se trató de la Sentencia No. 168-2008, que condenó a los banqueros Manuel Arturo Pellerano y Juan Felipe Mendoza a cumplir las penas de 8 años de reclusión y el pago de una multa de RD$2, 500,000.00 por encontrarlos culpables de cometer “los crímenes de falsedad en escritura de bancos y uso de las mismas, asociación de malhechores, alteración y manipulación de datos y documentos a los fines de desviar la fiscalización e investigación por parte de las autoridades bancarias, financieras y monetarias y elaboración de estados financieros adulterados, tendentes a la ocultación de operaciones irregulares”.

Esta sentencia adquirió el carácter de la cosa juzgada con la declaratoria de inadmisibilidad de un recurso de casación y un recurso de oposición intentado por los ex banqueros en el mismo año 2008. Y de repente, casi 4 años más tarde… ¡Oh sorpresa! La recién instalada Sala Penal de la Suprema Corte de Justicia, se destapa con una nueva resolución que tira por el suelo la significativa conquista contra la impunidad, y acoge un recurso de revisión solicitado en el año 2010 por los banqueros que consigue anular la sentencia condenatoria y suspender su ejecución, al tiempo que ordena la realización de un nuevo juicio. Atónitos, nos preguntamos, sin poder evitar sentir esa indignación que por suerte podemos experimentar los que aún preservamos el sentido de justicia como un valor, ¿y qué es lo que ha pasado?

El Código Procesal Penal dominicano admite la posibilidad de acoger los recursos de revisión en 7 supuestos taxativamente enunciados en su artículo 428. En el caso que nos ocupa, la Suprema se valió del cuarto supuesto contenido en el Código, que permite acoger el recurso “Cuando después de una condenación sobreviene o se revela algún hecho, o se presenta algún documento del cual no se conoció en los debates, siempre que por su naturaleza demuestren la inexistencia del hecho”, para con ello anular la sentencia condenatoria y ordenar el nuevo juicio.

En la especie, el “nuevo documento” aportado por los recurrentes y que justificó la más reciente decisión de la Suprema Corte de Justicia respecto a este proceso, es una certificación emitida por la firma de auditores KPMG, del 6 de noviembre de 2006, en la que afirma que “no ha emitido un informe de fecha 4 de junio de 2004 sobre los estados financieros del Bancrédito, al 31 de diciembre de 2002”. Y sucede que dicho informe, cuya autenticidad se pretende poner ahora en tela de juicio mediante una simple certificación, constituyó una de las pruebas esenciales en la valoración de los jueces para motivar la sentencia condenatoria. Por esa razón, los nuevos jueces de nuestro más alto tribunal estimaron sensato admitir la certificación de KPMG del año 2006 como un nuevo documento válido para acoger la revisión y ordenar la celebración de un nuevo juicio en que debería estudiarse a fondo la nueva prueba.

Si bien hasta el momento pueden surgir criterios y opiniones encontradas sobre esta última decisión, es indiscutible que los jueces evacuaron una resolución, complaciente, pero  estrictamente apegada a las normas procesales de nuestro ordenamiento jurídico. Sin embargo, con la lectura del contenido de la decisión de marras, pronto descubre uno que la indecorosa e indignante decisión con hedor a impunidad que se pone de manifiesto en la misma, no proviene precisamente de los jueces que la suscriben, sino de parte del Ministerio Público.

Resulta que el Ministerio Público, órgano que tiene a su cargo la inherente responsabilidad de ejercer la acción pública – cuyo ejercicio de oficio, dicho sea de paso, es obligatorio para este tipo de infracciones penales- y perseguir los hechos punibles en representación de la sociedad,  fijó su posición respecto a este proceso mediante dictamen del pasado día 11 de julio de 2012. En dicho dictamen, emitido por la parte llamada por ley a perseguir en nombre de todas y todos los crímenes y delitos de orden público, manifestó a la Suprema corte de Justicia así como a “cualquier otro órgano jurisdiccional eventualmente apoderado por ésta, [que] ha decidido (…) de manera definitiva e irrevocable, retirar la acusación, en virtud de que todos y cada uno de los querellantes han otorgado desistimiento formal e irrevocable de sus acciones en contra de los imputados (…) los señores Manuel Arturo Pellerano Peña y Juan Felipe Mendoza Gómez”. Es decir, habrá un nuevo juicio, pero sin la presencia de parte acusatoria alguna en el mismo.

Con esta decisión, poco importa la autenticidad de la certificación que alegan tener los banqueros para descalificar una de las pruebas neurálgicas que sustentaron la condena; y poco importa la buena  disposición que puedan tener los jueces de aplicar todo el peso de la ley contra los autores de este fraude bancario que perjudicó a toda la sociedad dominicana; porque ya el Estado, en la persona del Ministerio Público, ha desistido de mantener la acusación a contrapelo de los artículos 34 – que establece la obligatoriedad de la acción pública- y 85 – que taxativamente señala que “la intervención [o no] de la víctima como querellante no altera las facultades atribuidas al ministerio público ni lo exime de sus responsabilidades”- del Código Procesal Penal dominicano.

Con ello, el gobierno que pronto culmina cierra con broche de oro su implacable legado de lucha permanente y constante contra la corrupción y la impunidad, dejando ver su marcado interés en erradicar por completo esos flagelos del panorama nacional. Esto, por supuesto, en total consonancia con la campaña de valores que promueve con grandes vallas y cuñas la esposa del Presidente saliente que ahora disfrutaremos por 4 años como segunda en el mando de la cosa pública del país.*

* Añada intenso tono sarcástico al leer este párrafo

José Horacio Rodríguez