Que la vida pública nacional requiere de una profunda cura moral está a la vista, más allá de toda duda y tiene carácter impostergable y de extrema urgencia. El escandaloso entramado de corrupción de la Odebrecht es la muestra más evidente.
No vamos a formar parte del coro de quienes anticipan opiniones y condenas de antemano sobre la posible responsabilidad de los encartados que figuran en el expediente acusatorio elaborado por la Procuraduría General. En el plano legal, es tarea exclusiva y excluyente de las instancias judiciales a que ha sido sometido y que tendrán que fallar sobre la culpabilidad o inocencia de los acusados con estricto apego a las normas procesales. Una decisión, oportuno recordar, que tendrá que fundamentarse únicamente en la validez legal del fardo probatorio que sustente la acusación al margen de la “íntima convicción”.
Pero fuera de esa y cualquier otra consideración, un hecho cierto, irrefutable, y sobre todo, preocupante, es que el soborno para la obtención de contratas existió. No se trata de simple sospecha o convicción. Así lo evidencia el abrumador fardo de pruebas reunidas a partir de las llamadas delaciones premiadas de quienes participaron de la escandalosa estructura de corrupción montada por la Odebrecht, a la que sirvió de base el país, para la obtención de contratas de obras no solo aquí, sino a regional.
Si bien el más notorio, no es tampoco el único caso de corrupción de importancia registrado en el país, en particular en el ámbito estatal, que algunos consideran mal endémico que pareciera estar presente en el ADN continental, donde en más de media docena de países funcionarios y ex funcionarios enfrentan cargos por corrupción vinculados a los turbios manejos de la poderosa constructora carioca.
En todo caso, el tema de la corrupción pública no es de nuevo cuño ni reciente. Solo cambian los actores, los escenarios y los montos. Ya siendo presidente Joaquín Balaguer se ufanaba en proclamar que la corrupción se detenía a la puerta de su despacho, una implícita admisión de que fuera del mismo toda operación dolosa era posible y tenía lugar. Al final de los doce años llegó a decir que su gobierno había procreado 300 nuevos millonarios.
Fue por los finales de la década de los noventa, que se llegó a estimar que la corrupción estatal le costaba al país alrededor de 30 mil millones de pesos anuales. Y el finado Miguel Cocco le atribuía ser la principal causa de la pobreza en el país. De entonces, acá es mucho lo que ha llovido y resultado también significativos los aumentos que de año en año han registrado tanto la economía como el presupuesto del Estado. En igual medida de crecimiento parecen haber ido los niveles de corrupción y enriquecimiento ilícito a la sombra del poder, si nos guiamos por las fabulosas cifras que figuran en el expediente elaborado por la Procuraduría.
El volumen de operaciones ilícitas y encubiertas en el caso de la Odebrecht que ha puesto en evidencia la investigación llevada a cabo por la Procuraduría y que han sido trascendiendo a conocimiento público a través de la prensa, resulta de una magnitud tal que asombra e indigna. Son fondos aportados por los contribuyentes, que han servido para nutrir generosamente el patrimonio de sus aprovechados beneficiarios. ¡Toda una expresión de vergonzosa deshonestidad¡
Lamentablemente no es tampoco la corrupción mal exclusivo del sector público. Se trata de un peligroso y agresivo cáncer que no solo va corroyendo y debilitando las estructuras de los poderes públicos. Al hacer metástasis va infectando a todo el resto del cuerpo social, de tal modo que la deshonestidad, el oportunismo, la tramposería, el hacerse de fortuna rápidamente y a como de lugar terminan por convertirse en modo de vida, penetrando, minando y debilitando cada vez más los valores éticos de la sociedad hasta hacerlos desaparecer.
Hoy por hoy, tenemos que reconocer como una triste realidad que estamos urgidos de una profunda cura moral en todos los aspectos y en todos los ámbitos de la vida nacional.