Uno de tres escenarios se puede dar en el Congreso de la República en el actual proceso de discusión para reformar la Ley de Seguridad Social (87-01): que se abran las puertas a una contrarreforma o atreverse a diseñar e implementar una reforma estructural y radical del sistema o se integren innovaciones y corrijan las distorsiones y las inviabilidades ya probadas de la ley vigente, aprovechando sus avances y aciertos.

Por eso, se hace necesario que este proceso sea abierto, transparente y con un enfoque coherente de participación social. Las organizaciones sociales y políticas no deberían estar de espaldas a este escenario.

La ruta que se emprenda para una nueva reforma de seguridad social debe tener preguntas filtros, como por ejemplo ¿Producirá más equidad o profundizará los abismos de exclusión social? ¿Impactará positiva o negativamente el bolsillo de las familias? ¿Contribuirá a mejorar la calidad de vida de la gente o generará más pobreza? ¿Promoverá más la solidaridad, el acceso y la cobertura a servicios de salud con calidad? ¿Fortalecerá o debilitará al Estado como responsable de los derechos de la salud y la protección social? ¿La conducción y rectoría del sistema seguirá fragmentándose y por consiguiente se debilitarán más las instituciones líderes y rectoras? ¿Reducirá la segmentación y categorización de los ciudadanos o eliminará las brechas generadoras de diferenciación social y de derechos entre los ciudadanos?

Elegir el camino de una contrarreforma sería un desacierto, porque profundizaría las inequidades que por sí arrastra el actual sistema y amplificaría las exclusiones generadas por la economía dominicana en estos cincuenta años. Hemos ido construyendo una nueva sociedad, caracterizada por un acelerado crecimiento económico, pero con muy poco impacto en los indicadores de salud. Países con igual o menor ingreso per cápita, reflejan mejores resultados de salud que la República Dominicana.

La economía dominicana se ha caracterizado por ser fuente de concentración de riqueza; ha empujado la ampliación de la clase media y a la vez sigue siendo altamente excluyente en los sectores más empobrecidos. En la salud, esta inequidad del modelo económico se traduce en baja inversión pública y por consiguiente en un alto gasto de bolsillo de las familias (44.7%, según OMS-2018).  

Trillar la ruta de la contrarreforma implica asumir la salud desde un enfoque utilitarista y economicista, en el cual se sustituyen las necesidades de salud y de derechos por el de riesgo financiero. En esta perspectiva, la salud es una mercancía donde se aplican los conceptos de mercado y de utilidad formulados por la economía de factura neoliberal.  Se sustituyen los valores de equidad, universalidad y solidaridad por los de individualidad, competencia, costo-utilidades.

En este enfoque se subordinan los derechos de los afiliados/as a la relación de costo-utilidad. Las propuestas de contrarreforma van dirigidas a incrementar las ganancias de los entes privados de la salud y por consiguiente a afectar negativamente el gasto de bolsillo de las familias.

Un ejemplo de contrarreforma es continuar ampliando los llamados regímenes de excepción. Los planes de salud para pensionados y jubilados son ejemplos claros de las distorsiones que arrastran estos tipos de planes. La excepcionalidad profundiza la segmentación del derecho ciudadano y categoriza al ciudadano por niveles dentro de una pirámide social generadora de inequidades y exclusiones que en un sistema de salud se experimenta en el acceso y cobertura de servicios.

La vía deseable, pero menos viable, es la de una reforma estructural del sistema. Que implique una ley totalmente nueva a la existente. Donde se asuma un modelo de salud público y universal, con muy baja intervención de los agentes privados. Un modelo donde el Estado sea el garante de la protección social, el regulador del sistema e invierta más en la salud de la población. Un modelo que elimine la segmentación y categorización de ciudadanía en regímenes fragmentados de afiliación.

Un modelo que tienda más bien hacia una sola categoría de afiliación, teniendo a la persona como el centro de la salud, no la rentabilidad ni la capacidad de cotización. Un modelo de seguridad social concebido a partir del principio de ciudadanía y no de la inserción formal al mercado de trabajo, el ingreso y la capacidad de cotizar. Pero el escenario actual indica claramente que no vivimos un ambiente social y político para emprender reformas estructurales profundas con dimensiones sistémicas.

Pienso que la ruta que se seguirá trillando será la misma de los últimos 20 años con algunas pequeñas reformas. Pero en esencia podríamos seguir intentando armonizar forzosamente la salud como derecho y bien social con la noción de la salud como mercancía orientada a generar rentabilidad en los entes privados del sistema.

Si se elige este camino, la reforma debe estar centrada en los tres principios que dan sentido y razón de ser a un sistema de seguridad social orientada a garantizar protección al ciudadano y ciudadana: equidad, solidaridad y universalidad. En tal sentido, la reforma tiene que asumirse bajo el principio de que la equidad es un tema de bien común, de redistribución de los bienes simbólicos y materiales que produce una sociedad.

Por tanto, en un sistema de salud equitativo nadie debe estar en desventaja para alcanzar las potencialidades de salud colectiva e individual. Implica la garantía de oportunidades justas en el acceso a los servicios de salud disponibles con igual calidad para todos y todas.

El camino de reforma escogido supone devolver al Estado dominicano su función de protección social, conducción y regulación del sistema. Por tanto, no se puede seguir sosteniendo el sistema en una figura institucional con funciones reguladoras que implique repartirse el poder para la toma de decisiones entre los regulados y el regulador.

La conducción del sistema de salud y seguridad social no puede ponerse en mano de los agentes privados. Esto es función del Estado. El Estado juega el rol fundamental de garante de la salud de la población, evitando que el mercado reproduzca sus inequidades y exclusiones.

Una reforma a la ley de seguridad social deberá enfocarse a eliminar todas las distorsiones que afectan directamente el gasto de bolsillo de las familias. Por tanto se requiere de una revisión de todas las modalidades de copago existentes en los servicios de salud; descartar todo tipo de planes de salud o afiliación que estén fuera de la seguridad social; prescindir de las barreras que impiden lograr la universalidad plena en la cobertura de seguro de salud; disponer de un plan de servicios de salud adecuado a los perfiles epidemiológicos de la población y a los cambios generados en la tecnología y procedimientos médicos.

De igual manera, garantizar la puesta en marcha de las estrategias de atención primaria bajo un enfoque integral; establecer regulaciones más efectivas frente a la intervención de los agentes privados de la salud, tanto para las ARS como para los prestadores de servicios de salud; establecer modelos estandarizados, justos y parametrizados de tarifarios para los PSS; implementar una estrategia de incremento gradual de la inversión pública en salud que permita disponer de una red pública que garantice servicios de calidad, más eficiencia, integralidad, coordinación y mayor capacidad resolutiva.