Uno de estos días voy a tener que hablar con algún amigo entendido en los asuntos de la mente humana, sobre todo de la mente de los niños. Supongo que tendrá que ser algún sicólogo, aunque también podría ser un pedagogo o un especialista en los temas de la siquiatría. El que mejor me pueda explicar cómo las frustraciones infantiles pueden ir influyendo en la conformación del carácter del individuo, su forma de ser y sus expectativas como adulto, para ver si eso puede ser determinante sobre los destinos de un pueblo cuando esa persona llega a alcanzar mucho poder.
La razón es que necesito entenderlo mejor para ver si estoy equivocado, pero desde hace tiempo pienso que muchos de los problemas actuales de la República Dominicana se deben a dos frustraciones de niños: a que a Hipólito Mejía sus padres no le compraban sus riflecitos, revolvitos y uniformes miliares que le imploraba al Niño Jesús en sus oraciones, y a que a Leonel Fernández no le compraban su chu-chu tren que él tanto quería y que eran el motivo de los paquetitos de yerba que le ponía debajo de la cama a los Santos Reyes.
En el caso de Hipólito, comentaba yo en las tertulias con amigos al inicio de su período presidencial, que difícilmente lo terminara sin antes verlo vestido de militar, como efectivamente ocurrió aquella vez que invitó a Hugo Chavez a jugar un partido de pelota. Siempre me sorprendió esa vocación por el militarismo. Particularmente por provenir de un partido con tan larga tradición de lucha democrática, tiempo en que había sido la antítesis de los gobernantes dictatoriales y autócratas que sustentaban gran parte de su poder en el estamento militar.
Es así como después de tanto luchar este pueblo por superar la preeminencia del estamento militar en los más variados aspectos de la vida dominicana, el militarismo lucía como una vuelta atrás. No entendía por qué el Presidente tenía que andar rodeado de kepis donde quiera que se moviera, ni que el tema militar hubiera vuelto a ser una prioridad nacional, lo cual se manifestaba en la creación de múltiples centros para entrenamiento, creación de programas dirigidos por militares o para transferir beneficios a los militares, hasta llegar al punto de hacer aprobar una ley de transferencia presupuestaria, para pasar recursos de la Secretaría de Educación a las Fuerzas Armadas.
Me recuerda aquello ahora que Hipólito Mejía es nuevamente candidato presidencial, y que habló favoreciendo el establecimiento del servicio militar obligatorio, bajo el criterio de que "es necesario establecer autoridad y disciplina, para volver a los valores que se han perdido en la sociedad dominicana y hoy se reflejan en la delincuencia y la corrupción". Para mí está claro que hay que propugnar por esos valores, pero no estoy convencido de que esa sea la vía para alentarlos. Sobre todo, conociendo mucho de los valores contra la corrupción y la delincuencia que existen en el seno de los organismos militares dominicanos.
El otro sueño de niño, el del Dr. Fernández, nos ha salido mucho más caro. Nunca entendí tanto trastrueque de prioridades. Cómo un gobierno de un país con tantas necesidades públicas insatisfechas en los más diversos servicios y bienes públicos, contando primeramente la educación pero también la policía y el propio transporte público, se le haya metido entre ceja y ceja que todo lo el Estado puede hacer por su gente es ferrocarriles.
Que el Metro de Santo Domingo va, contra viento y marea, aunque hubiera que abandonar cuantas responsabilidades públicas fuera necesario, y sin importar lo que se requiriera endeudar el país o violentar el ordenamiento jurídico en todo el proceso de presupuesto, de crédito público, de contrataciones, de información pública y la integral gestión financiera del Estado.
Cuando eso nunca había estado en la agenda pública, ni había sido propuesto por nadie como prioridad de la inversión pública ni como solución a ningún problema social. La mayor prueba es que no ha solucionado nada, ni siquiera en la capital, ni mucho menos para el 70% restante de la población vive en otros lugares. Y que tanto el transporte como el tránsito urbano están peores ahora.
Lo grande del caso es que además iba un tren de Santo Domingo al Cibao, y quién sabe cuántos trenes más si hubieran aparecido inversionistas incautos dispuestos a comprometerse en la aventura.