Hace unas noches mi hermano Alfredo se preparó un par de jugosos emparedados con jamón serrano y devoró el primero mientras ambos veíamos por televisión una película, y distraídamente dejó el segundo sobre la mesita de caoba de buena altura que separa mi mecedora de la suya, y todo eso bajo la mirada inquisidora, más bien famélica de Lola, la labradora y Coco el bulldog. De Lola no había nada que temer porque a pesar de su tamaño es incapaz de cometer una fechoría. Y Coco, por ser enano, no representaba un peligro según pensaba.
Pero he aquí que de repente me vuelvo y veo lo que se me antojó risible en ese momento:
El Coco trataba de alcanzar el bocadillo, pero erguido en sus patotas traseras no llegaba ni a la mitad de la altura de la mesa. Me dio risa. Pero Coco insistía y en su perseverancia famélica se convirtió en algo que parecía un bailarín de ballet, apoyándose en las uñas traseras y estirando su corpulenta y diminuta anatomía, adelgazándose "como las huellas de las gaviotas en la playa", al estilo de Neruda, y creciendo en tamaño hasta convertirse en casi un galgo alcanzó la codiciada presa. Algo surrealista. Advertí a mi hermano Alfredo cuando era tarde y se echó a reír. Vi entonces la cara de frustración de Lola que me miraba como si hubiera estado siendo víctima de una injusticia y me paré para despojar a Coco de la mitad del bocadillo, cosa que Coco aceptó sin respingo, y compensé la sed de justicia de Lola que pudo haber quedado traumatizada.
Ahora bien, no sé si Leyla conoce el libro "De los delitos y las penas de perrófilos, perríficos y terrícolas", de Julio César Beccaria y a ella en tal caso acudo para que me aconseje si en este caso debe ser sancionado el terrícola o el perrícola. Esto no es un relajo. No quiero para ninguno la impunidad de que disfrutan las crápulas gobiernistas de las que he escrito recientemente.
Como dijo una vez uno de los Logroño:
"Esta casa se respeta, puñeta,
Aquí no se echan ajos, carajo,
Aquí vive Arturo Logroño, coño."