Cuando mi esposo y yo al principio nos mudamos en la casa de troncos, éramos completamente invisibles para los transeúntes. Nuestra nueva casa estaba rodeada por los cuatro costados por una espesa vegetación de árboles y arbustos. Rápidamente eliminamos esos matorrales en tres de los lados, pero el cuarto lado, el del oeste, permaneció parcialmente en el terreno de nuestros vecinos, de modo que solo pudimos quitar el follaje hasta el límite de nuestra propiedad.

La vegetación que quedó era tan espesa que uno no podía ni siquiera ver la casa de los vecinos. Esto nos proporcionó privacidad que era a la vez cómoda y desconcertante.

Era agradable en el sentido que uno podía correr desnudo alrededor del patio trasero. Esto era un problema potencial porque si alguien trataba de cometer un robo o vandalismo cuando no estuviéramos allí, nuestros vecinos no se darían cuenta de ello.

Sí, yo estaba preocupada acerca de la naturaleza del aislamiento de nuestra nueva casa de troncos. Mi esposo es hombre, tiene puños, machete, armas de fuego y otras herramientas del macho. Puedo por mi parte puedo ser agresiva si lo exigen las circunstancias, pero siempre he pensado que mi mejor arma es la boca y una sartén de hierro con la que puedo destrozar la cabeza de alguien.

En consecuencia, uno de los compromisos para vivir tan lejos fue que yo tuviera un perro, uno grande, que ladrara fuerte. Y llegó Cookie. Yo quería llamarla algo así como “Macho, Comanche o Devoradora, pero mi esposo sugirió “Cookie” y, de todos modos, él necesitaba tener algún sentido de propiedad en la denominación, esto así porque a él no le gustan los perros.

Durante los primeros meses, cuando Cookie salía de la camioneta o de la casa, inmediatamente salía corriendo hacia el campo. ¡Para!, gritaba yo. Obviamente ella desconocía esa palabra. ¡Noooooooo! Tampoco reconocía ese vocablo. Me lancé tras ella y traté el más amenazante  gruñido que pude al tiempo que levantaba los brazos como si fuera a matarla. Generalmente eso surtía el efecto deseado.

Cada vez que Cookie tenía una oportunidad escapaba. Iba hacia las hierbas altas bien lejos atrás, o hacia los altos árboles a lo largo de la carretera, donde los matorrales le despertaban el apetito por la cacería (a ella por lo menos), o iba por debajo de la alambrada hacia el pastizal. ¡Noooooooo! no significaba cosa alguna para ella. Al final compré un collar eléctrico y recurrí a darle descargas eléctricas cada vez que corría. (Antes probé sobre mí la descarga para saber qué tan fuerte era). Con la primera descarga ella dio un salto en el aire y regresó corriendo a la casa.

Un día Cookie salió corriendo, sin el collar y se dirigió derecho a la parte más densa del matojo que separaba nuestra casa de la de los vecinos. “Noooooo” de nuevo fue inútil. Generalmente cuando ella se adentraba en los matojos, yo podía oír el ruido que hacía y, a veces podía ver la cola meneándose alta, por encima de la hierba. Mas esta vez solo hubo silencio.

No solo estaba cubierto este matorral por arbustos y mala hierba, sino que también había un montón de una enredadera que no es nativa, que tiene brillantes flores rosadas que tendían una manta encubridora. No podía ver más a través de los matojos, y para mí era la primera vez que me metía allí; sobre todo porque eso era propiedad de los vecinos y se encontraba fuera de los límites de lo que cabía en mi cabeza. Además, quién sabía qué tipo de  insectos y plantas punzantes podía haber allí esperando para asaltarme.

Ese día, no obstante, energizada por el coraje y la adrenalina, agarré la traílla de la perra y me adentré, gritando y chillando. Estaba vestida con mis botas de trabajo, me sentía de alguna manera protegida. Inmediatamente noté algo extraño, un bote viejo medio enterrado en la grama. Luego de reojo vi algo más estrafalario.

Oh mi Dios, me dije, es una casa. Una pequeña casa de madera pintada de un rojo descolorido y, cerca un cobertizo cubierto de latón corrugado. ¿Habíamos vivido allí durante seis meses y nunca antes había notado esta vieja casa?

No tenía puertas y las ventanas estaban rotas. Miré dentro de la habitación y la cocina. El dormitorio estaba apilado bien alto con viejos colchones. A lo largo del muro posterior había un secador de pelo vertical, del tipo que uno ve en los salones de belleza. En la cocina había una mesa con una cafetera de los años cincuenta en el centro.

Alrededor de donde se suponía que estuvo la entrada a la casa había un portal cubierto de malla metálica y algunos colchones más se veían en el dormitorio contiguo.

Fuera, en el centro del patio había una vieja bomba manual de agua y una jaula de perro hecha de alambres con una almohada mohosa dentro. En el cobertizo vi una vieja máquina de lavar de rodillo, un lavamanos, un acondicionador de aire de ventana desechado y algunas oxidadas herramientas.

Como he visto programas televisivos de delincuencia, tuve pensamientos acerca de niños o una mujer joven secuestrada, que fueron forzados a hacer innombrables cosas sobre esos sucios colchones y que cuando desobedecían se les castigaba encerrándolos en la jaula. Agarré a Cookie, la amarré en la traílla y la halé fuera de ese matorral.

Corrí fuera hacia nuestra casa, quería arrastrar a mi esposo fuera para que viera la casa, pero él no estaba interesado. En consecuencia, agarré mi teléfono celular y salí disparada de nuevo hacia el bosque y tomé muchas fotos. Tomé prestados algunos objetos de la casa: la bomba de agua, repuestos viejos de tractor y una herramienta. Me pareció que nadie iba a echarlos de menos.

Más tarde mostré a mi esposo las fotos de mi botín, y, tratamos de adivinar la historia de la misteriosa casa. Quizá fue la casa de un antiguo cracker (pobre blanco sureño) o la morada ocasional de un pescador que buscaba pescar algunas lubinas u otro tipo de pescado.

Estaba vestido como un turista de invierno, con pantalones cortos y una camiseta. Pensé que buscaba a nuestros vecinos. Pero entonces preguntó qué había pasado con la vieja casa; le expliqué que la habían derribado recientemente

En mi corazón pensé que existía alguna historia para ser contada, algo que no se relacionaba con lo que yo conocía acerca de la zona. Esta casa no parecía formar parte del vecindario, ni de la casa del vecino o de la nuestra. Comencé a preguntarme, ¿de quién fue esta casa?

Una ojeada a la casa misteriosa pronto se convirtió en parte de los recorridos para los visitantes que venían de Miami. Hasta coloqué algunas fotos de la casa en mi página de Facebook. Entonces nuestro vecino vaquero que vivía al otro lado de la maleza nos informó que la casa estaba efectivamente en su propiedad y que por favor descontinuáramos las visitas de nuestros invitados.

Ese fue el final. Las enredaderas continuaron creciendo con sus florecillas rosadas y las lantanas multicolores ocultaron aún más la casa. En ese momento no pensé mucho en los fantasmas que pudieran estar acechando en los muros de la casa.

La propiedad vecina, con las dos casas fue luego vendida y, en un par de meses, los nuevos dueños pagaron a un especialista en demolición para que viniera y la arrasara. Le imploré a los nuevos propietarios para que buscaran cadáveres o tesoros escondidos, pero muy pronto lo único que quedó fueron algunas palmeras, y un ciprés majestuoso, y, algunos árboles de naranja agria. Todo lo demás despareció.

Reflexioné entonces en cuán fácil era borrar una casa y toda su historia. Destrucciones parecidas a esta suceden a diario en nuestra sociedad de objetos desechables. En el suelo ocasionalmente vi una pieza de metal o una botella rota. Busqué secretos, pistas para saber lo que hubo allí antes, pero nada obvio.

Años más tarde, un hombre de mediana edad estacionó su vehículo en medio de las dos propiedades, paró y miró en los alrededores. Como siempre mantengo mis ojos atentos con los intrusos, caminé hasta el vehículo. Se desmontó y su esposa se mantuvo en el vehículo. Era pequeño y un poco gordo, con el pelo canoso. Estaba vestido como un turista de invierno, con pantalones cortos y una camiseta. Pensé que buscaba a nuestros vecinos. Pero entonces preguntó qué había pasado con la vieja casa; le expliqué que la habían derribado recientemente.

Entonces, en un tono triste dijo: “Esa fue la casa de mi abuela”.