Muchas veces la felicidad es un bien cual consideramos inalcanzable. Pero indudablemente, ella, siempre y cuando no sea basada en lo material, es un patrimonio que vive y se desarrolla en nuestro interior, si así lo proponemos. Los dominicanos tenemos la peculiaridad de ser una nación indiscutiblemente alegre y jocosa. Sabemos poner una sonrisa a situaciones que son penosas o dolorosas, siempre hay oportunidad de reír y con la sonrisa sobrellevar de cierto modo lo que nos aqueja.

En días pasados un querido amigo, Roberto Arizmendi, compartió conmigo una carta que forma parte de un epistolario escrito por él, llamado Tiempo de palabra, en la misma presenta su visión acerca de la felicidad.

Aquí la muestro, un regalito para todos, como fuera para mí el día que la recibí. Esperando que les sea de utilidad, sobre todo en estos momentos, donde nuestro hermoso país continúa con sus incertidumbres electorales y huelgas de hambre, lidia con aumentos de combustibles, en fin, todas esas cosas, esas chispas negras, de las que tarde o temprano acabamos burlándonos, para poder continuar con la vida.

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La felicidad está en todas partes. Se encuentra agazapada en cualquier rincón, dispuesta a salir para modificar la vida de cualquier persona; basta tan sólo que estire la mano para alcanzarla y asirla, para tenerla y aprehenderla, para gozarla y vivirla.

Los seres humanos, y en especial algunos grupos sociales -por cultura heredada-, son más proclives a la desazón y al pesimismo, a la queja y al desánimo. Pero esencialmente es algo de carácter cultural y, por tanto, transmitido como valor de generación en generación.

Creo que, en buena medida, el desgano y el mal humor, el desánimo y el pesimismo los autogenera el individuo. Existen, por supuesto, situaciones que por sus propias características esenciales son presionantes o tristes. Sin embargo, sigo creyendo que aun ante situaciones negativas el hombre puede sacar provecho y por tanto transformar algo negativo en positivo y optimista.

He recorrido ciudades y caminos. He vivido gozos ilimitados y momentos plenos en multitud de momentos de mi existencia. Muchos de ellos los transmito y comparto porque creo que esos son los actos esenciales del ser humano que lo caracterizan y diferencian de otros seres, porque son actos esenciales de afecto y amistad. He podido disfrutar el gozo de compartir hasta algunos momentos no del todo triunfales; tropiezos, que son fuente generadora de estímulos y acicate para continuar en el camino, andando y descubriendo.

Convencido que soy de la riqueza que entraña para todo individuo su decisión de vivir en actitud de búsqueda continua, he sido un buscador inflexible y pertinaz, sabedor que no he de buscar nada concreto y específico, de nadie, sino algo que habrá de irse configurando a partir del deseo y la circunstancia, de la magia, la voluntad y el esfuerzo.

Reniego a esperar algo concreto de la gente. Todo ser humano, a partir de actos volitivos, entrega lo que su sentimiento y deseo le sugieren, y distan mucho de ser equiparables a lo que el otro espera. El yo es voluntarioso, porque se conforma y define a partir de su libertad, sus deseos, su voluntad y circunstancia. ¿Cómo esperar, entonces, que alguien satisfaga a plenitud el deseo del otro, cuando no existe ni el conocimiento pleno de la expectativa ajena?

Por ello, también, no habremos de esperar algo concreto y específico de los demás. Dejemos libremente que llegue lo que se nos ofrezca y recibámoslo como la gran riqueza que se aproxima para iluminar nuestros espacios.

Hemos de caminar por los senderos. Ser andantes sempiternos -como lo escribí un día-, aprendiendo del polvo del sendero y de la luz de la luna, teniendo a las estrellas como guías; reconociendo cada rincón de los espacios que abordamos y bebiendo, insaciables, sabiduría y conocimiento de todo lo que nos rodea: seres y objetos, actitudes y sentimientos, valores y placeres.

He caminado entre nubes de gozo, complacido de vivencias, éxitos y experiencias compartidos; logros a partir de propósito y deseo. He bebido la felicidad y podido adornar con nueva luz el calendario.

Compartir inquietudes, puntos de vista, reflexiones y decisiones, es reflejar en un espejo logros en la vida, como antesala del triunfo que dibuja ya reiterativo el tiempo.

Se me rebela el abecedario y no encuentro palabras para emitir sonidos. Simplemente disfruto el gozo de lo compartido; la comprobación de que se obtiene lo que se desea cuando hay esfuerzo, simple demostración de que cuando se llega hasta el límite de las posibilidades para alcanzar lo deseado se está en la antesala de la concreción y el gozo.

Eso es lo que caracteriza al hombre; lo delinea preciso en su integralidad como persona: se demuestra la calidad de ser humano cuando se llega a la meta; cuando se puede entregar esfuerzo y voluntad cotidianos para arribar a puerto.

El ser humano merece sentirse satisfecho. Con esa satisfacción que es reencuentro con el pasado, con la historia propia y la individualidad como persona, pero también ilusión ambiciosa del futuro que se construye.

Habrá que abordar cotidianamente cualidades y virtudes en todos los ámbitos de la vida humana y recuperar posiciones en este pedazo de historia que nos toca. Caminaremos, entonces, desde ahora con la satisfacción de sabernos de nuevo actores, sujetos activos, en esta obra teatral que es la existencia, mientras el público -nosotros mismos, ellos, aquéllos que saben de nosotros, aquéllos que locos por la vida están y estamos seguros que vale la pena comprometerse con lo que se quiere y esforzarse por lograr lo que se quiere-, nosotros, guardianes celosos y jueces implacables, aplaudiremos al final de un acto; pero quedaremos esperando a que el tiempo transcurra y poder de nuevo aplaudir al fin de cada uno de los nuevos actos, uno tras otro, para salir a la calle a compartir el gozo que forjamos.

Hoy, de nuevo, he caminado orgulloso, convencido de que cualquiera puede ser o convertirse en una persona que el tedio y la indolencia no le seduzcan en su existencia, sino el anhelo convertido en logro, como fuente de luz para irradiar a quienes, cercanos, le rodean.

(Del epistolario Tiempo de palabra, pp. 332-334)