A Vicente Bengoa
Juan Bosch murió el primero de noviembre del 2001. No era un santo, no era perfecto, no tenía ninguna pasta divina, ni su trayectoria de vida estaba libre de errores. Era, sencillamente, un ser humano. Un arco tendido de moralidad en la práctica política dominicana. ¿Por qué, entonces, me preguntaba, el partido que él fundó no ha recuperado su valor de paradigma; y el modelo que él encarnó se ha transformado en su contrario en la práctica política del partido que fundó con tanta esperanza? La respuesta la encontré en esta carta que Juan Bosch escribió en el Palacio Nacional, y que Milagros Ortiz Bosch sacó a escondidas al día siguiente del golpe septembrino.
El 26 de septiembre de 1963 Juan Bosch estaba preso.
Desde el primer día de su gobierno había soportado todo el martirio de la conspiración, y sabía que la honradez era una empresa cruel. Horas antes, los militares golpistas y la recua indecorosa de políticos corruptos que los acompañaba, habían asaltado el palacio. No era un hombre desengañado, curado de una amarga y dulce locura, volvía a ser el viajero sin boleto que en un momento palpitante elige lo que será su gloria.
Entonces escribió una Carta al pueblo dominicano, que era como levantar la cabeza hacia el porvenir: “Ni vivos ni muertos, ni en el poder ni en la calle se logrará de nosotros que cambiemos nuestra conducta. Nos hemos opuesto y nos opondremos siempre a los privilegios, al robo, a la persecución, a la tortura. Creemos en la libertad, en la dignidad y en el derecho del pueblo dominicano a vivir y a desarrollar su democracia con libertades humanas pero también con justicia social. En siete meses de gobierno no hemos derramado una gota de sangre ni hemos ordenado una tortura ni hemos aceptado que un centavo del pueblo fuera a parar a manos de ladrones.” Eso decía el Juan Bosch que quieren ocultar, cogido ya en los engranajes de la decepción.
¿Qué queda de ese vibrante testimonio?
Únicamente el lazo del soliloquio. Quienes han pretendido domesticar la figura de Juan Bosch han esgrimido el argumento del pragmatismo. No era un político, era un politólogo. Apenas fue un teórico. Sus ideas eran sólo palabras, y las palabras se destiñen sobre las cosas. Pero ese Juan Bosch preso el 26 de septiembre de 1963, lo que demuestra en su carta es que nunca amó el poder sin medidas, y que en el país podía haber otra forma de hacer política. Casi se puede decir que esa era la prueba de que su virtud no era cosa fácil: oponía a la decepción el espesor infinito de su propia vida, su práctica era una forma diferente de hacer política: “(…) no hemos derramado una gota de sangre, ni hemos ordenado una tortura ni hemos aceptado que un centavo del pueblo fuera a parar a manos de ladrones”.
¿Por qué en el gobierno de sus discípulos son muchos los dineros del pueblo que han ido a parar a manos de ladrones? ¿Por qué son sus vástagos los protagonistas de los gobiernos más corruptos de la historia republicana? Simplemente, porque se han abandonado todos los escrúpulos, y la libido desencadenada ama el poder sobre todas las cosas, el poder sin medidas. Aún preso en una habitación del Palacio Nacional, el 26 de septiembre de 1963, Juan Bosch lo advertía: “Los hombres pueden caer, pero los principios no”. Quizás era éste el mensaje fundamental de esta carta redactada en medio de la ignominia. Quizás, el hombre que moriría el primero de noviembre del 2001, se adelantaba al horror del presente, y proclamaba que su opción de goce no era el dinero. Quizás esa carta es el testimonio de su virtud, que se dibujaría en su muerte muchos años después, en la más absoluta humildad, sin fortuna material, con el decoro que quienes lo eluden no tienen. Y todas estas interrogantes son válidas, porque el país dominicano está a las puertas de un gran estallido social. El PLD ha sumido la nación en la más negra decepción de la historia contemporánea. Agitando la bandera de la honestidad, y empinándose sobre un discurso optimista que desplegaba una ética, alborotaron el gallinero de la ilusión de justicia, y de la equidad. Y todo se ha diluido en cinismo y ambición desmedida. En corrupción y en un nivel de impunidad inimaginable. Pero, está a la vista que el estallido es inevitable.