El 2020 comenzó mal para las dominicanas. Cuando el nuevo año apenas llevaba horas de iniciado, ya se habían reportado tres feminicidios en el país. El 2020 vino como a decirnos que los feminicidios son una emergencia nacional, y que, como tal debe ser abordada desde las máximas autoridades e instituciones hasta los diferentes sectores sociales. Por tanto, esta problemática tiene que ocupar un lugar central en la agenda dominicana. De lo contrario seguirán muriendo nuestras madres, hermanas, tías, amigas y conocidas a manos de sus parejas. Y el luto seguirá cubriendo muchas familias dominicanas sin que haya una respuesta social adecuada.
La emergencia de los feminicidios en República Dominicana tiene causas culturales, históricas y económicas. De forma que es una problemática estructural que, en tanto tal, debe ser atendida de cara a la búsqueda de soluciones concretas, científicamente sustentadas y cubiertas por políticas públicas eficientes. Dicho eso, el planteamiento de que es un problema cultural e histórico tiene que ver con que somos una sociedad específicamente machista donde las niñas y niños crecen, desde las más tiernas edades, en contextos machistas en los que la idea de ser hombre está orientada por un conjunto de conceptos e imaginarios fijos muy peligrosos (si bien en apariencia inofensivos).
Ser hombre, aprendemos desde pequeños, significa ser cabeza y centro de la familia. Esto implica revestir de una legitimidad superior a la figura del hombre. Una capacidad de ser, enunciar y existir por encima de la de las mujeres que, en ese esquema, están por debajo tanto en lo material (no “proveen” por igual para mantener la casa) como en lo simbólico pues la palabra del hombre siempre tiene un peso muy superior. Entonces, los niños van asumiendo como “natural” y “normal” que si ellos son hombres están por encima de las niñas. Lo simbólico, en este aspecto, tiene un peso enorme en la conformación de prácticas concretas en la vida cotidiana. Desde pequeños vemos los varoncitos asumiendo su rol de “cabezas”, cuidando las hembritas y siendo en quienes sus padres designan roles de mayor envergadura.
Así, se va configurando, en la mente de los niños y niñas, un imaginario de primeros y segundos donde el hombre va primero y la mujer segunda. Hay, pues, unas jerarquías de género que en el micropoder de la vida cotidiana su naturalizan. Se reproducen desde un entendido de la normalidad según el cual eso es así porque sí. Esos varoncitos son los que, ya adolescentes, se legitiman frente a sus amigos y familiares diciendo cuántas muchachas han tenido. Y que se desenvuelven en la esfera de lo público donde deben demostrar su “hombría” trabajando, gestionando y teniendo mujeres. Las jovencitas, en cambio, quedan más bien relegadas a la esfera de la casa para adentro, porque una jovencita en la calle es “mal visto”.
Y ya de adultos esos adolescentes serán los cabezas de familia que tendrán “su mujer” y sus hijos; y sus queridas. Los que saldrán afuera a buscar lo de la casa. Y sus mujeres, si bien pueden trabajar también, como no son cabeza ni gozan de la misma legitimidad simbólica, deben estar más tiempo en la casa. Una mujer que rompa ese esquema, porque decida dejar su marido o porque económicamente ya no sea dependiente, corre el riesgo de morir a manos de su pareja. Porque, en una sociedad donde se naturaliza un ser hombre como cabeza y un rol de lo masculino basado en el tipo de jerarquía que mencionamos antes, resulta inasumible para muchos hombres que “su mujer” no esté bajo su control. Se les derrumba el mundo cuando se ven en un contexto donde ya no son ni cabeza ni centro, y, por tanto, ya no determinan qué hacen o no sus mujeres.
Es esa cultura machista, naturalizada desde prácticas e ideas inofensivas en apariencia, lo que en primera instancia debemos cambiar de cara a combatir eficazmente la emergencia de los feminicidios. Hay que, entonces, deconstruir esa idea de masculinidad y los conceptos de roles de géneros aprendidos. Darle un giro a la construcción histórica que nuestra cultura ha hecho sobre lo que debe significar ser hombre y mujer; lo cual está inscrito en la educación formal que reciben en colegios y escuelas nuestros niños. Y que ven reproducirse día y noche en esos espacios de naturalización y reproducción de sentidos y mentalidades, como lo son los medios de comunicación (ahora con las redes sociales desempeñando un rol clave), los espacios públicos donde la gente se encuentra y habla y otros.
La educación tiene que ser el centro de estos cambios. Desde el consenso que hace cada sociedad sobre qué es lo que debe enseñarse, y quiénes son los educables, es que se definen los modelos de enseñanza en los países y las culturas. Es que se estructuran las narrativas, imaginarios y discursos que la educación formal reproduce. La educación formal es un consenso social, esto es, tiene que ver con relaciones de poder. Así las cosas, en nuestro país debemos ir por una educación en cuyo consenso quede inscrita la necesidad de redefinir las ideas de masculinidad y feminidad que tenemos. Puesto que, como vimos, son ideas peligrosas en tanto van creando las mentalidades propicias para la violencia contra la mujer. Y, a su vez, a mujeres que incluso legitiman esos esquemas culturalmente violentos hacia a ellas.
¿Qué debe implicar lograr ese consenso? Debe hacerse a través de un debate serio, de fondo y democrático entre actores sociales. El Estado debe jugar un rol central llamando a ese debate social e ideológicamente incluyente para que participemos todos. Ese debate tiene que hacerse, eso sí, desde el entendido de que los feminicidios son una emergencia nacional y como tal debe atenderse. Y que seguir como vamos es hacernos a todos cómplices, por pasiva y activa, de cada dominicana que sigan matando sus parejas. Entonces, el llamado debe empezar por nombrar las cosas como son: cuando un hombre mata a su pareja mujer se trata de violencia machista, no son ni “crímenes pasionales” ni “problemas de parejas”. Es violencia machista. Con causas culturales y económicas concretas (las mujeres tienen en promedio menos ingresos, lo que las hace dependientes en unos casos o las enreda en círculos de pobreza y exclusión que son detonantes de violencia machista).
La agenda programática, en términos de políticas públicas, acuerdos entre actores sociales y adjudicación de responsabilidades que derive de ese debate nacional, debe asumirla el Estado de cara a su cumplimiento y seguimiento. Y, por ejemplo, pongámonos la meta de que de aquí a 10 años (con metas de corto y mediano plazo en medio) reduzcamos la violencia machista sustancialmente en todas sus formas. Es lo menos que podemos hacer por nuestras mujeres y hombres (víctimas las dos partes, en su medida, de la violencia machista). Y en todo caso, es lo que han hecho las sociedades decentes, modernas y pensantes pata atajar este problema y legarles así un mejor futuro a las niñas y niños que vienen.