Una de las implicaciones de la cláusula del Estado social y democrático de Derecho es la socialización del ordenamiento constitucional a través de la protección de un mínimo de procura existencial orientado a garantizar una vida digna y el desarrollo de las personas en un marco de justicia social. Este proceso de socialización incorpora en el ordenamiento jurídico un conjunto de derechos sociales que son imprescindibles para que las personas puedan desplegar su personalidad y, en consecuencia, puedan ejercer los demás derechos fundamentales.
En un Estado social y democrático de Derecho, la Administración no sólo está obligada a garantizar la libertad y seguridad de las personas como ocurría en el Estado liberal, sino que además debe adoptar las medidas que sean necesarias para asegurar su acceso a los medios que les permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva (artículo 8 de la Constitución). Para esto, la Administración debe remover todos los obstáculos que impidan el acceso igualitario a los servicios a cargo de los órganos y entes públicos, lo que requiere del otorgamiento de una tutela administrativa diferenciada a las personas que se encuentran en un estado de manifiesta dependencia.
Las personas con discapacidad, menores de edad y de la tercera edad gozan de una especial protección constitucional en virtud de los artículos 56, 57 y 58 de la Constitución. Esta protección reforzada se concretiza en el ámbito administrativo en el derecho que tienen estas personas a recibir una atención especial y preferente en los procedimientos administrativos (artículo 4.31 de la Ley 107-13). La Administración está obligada a adoptar las medidas positivas necesarias para garantizar que las personas que se encuentren en situación de dependencia puedan ejercer plenamente los demás derechos subjetivos que componen el derecho fundamental a una buena administración. Ahora bien, ¿cuándo una persona se encuentra en una situación de dependencia? Para Concepción Acosta, este derecho requiere, en síntesis, de la concurrencia de tres factores: “en primer término, la existencia de una limitación física, psíquica o intelectual que disminuye determinadas capacidades de la persona; en segundo término, la incapacidad de la persona para realizar por sí mismo las actividades de la vida diaria; y, en tercer término, la necesidad de asistencia o cuidados por parte de un tercero” (Concepción Acosta: 241).
En estos casos de manifiesta dependencia la Administración debe otorgar una atención especial y preferente para garantizar la igualdad en la aplicación de las disposiciones legales y, sobre todo, para asegurar la participación de las personas en las actuaciones administrativas (ver, “El derecho de participación en las actuaciones administrativas”, 29 de febrero de 2020). Estos tratos formalmente desiguales se caracterizan porque: “(a) se basan en rasgos individuales y tienen como finalidad constitucionalmente admisible compensar la desigualdad material que los beneficiados por la misma sufren desde un punto de vista individual; y, (b) el rasgo que determina la diferenciación es señal objetiva, inequívoca, indubitada e intemporal de inferioridad” (Jorga Prats: 248). Para el Tribunal Constitucional español, “debe admitirse como constitucional el trato distinto que recaiga sobre supuestos de hecho que fueran desiguales en su propia naturaleza, cuando su función contribuya al restablecimiento de la igualdad real a través de un diferente régimen jurídico, impuesto precisamente para hacer posible el principio de igualdad” (Sentencia 14/1983 del 23 de marzo de 1983).
Del derecho a recibir una atención especial y preferente se desprende, dada su naturaleza prestacional como derecho social, el principio de progresividad y la cláusula de no retroceso social, según la cual los órganos y entes públicos no pueden desmejorar las condiciones originalmente preestablecidas en favor de las personas en situaciones de dependencia. Así lo explica la Corte Constitucional de Colombia, al señalar que "la denominada cláusula de no retroceso en materia de derechos económicos, sociales y culturales supone que una vez logrados ciertos avances en la concreción de los derechos económicos, sociales y culturales en medidas de carácter legislativa o reglamentaria, las condiciones preestablecidas no pueden ser desmejoradas sin el cumplimiento de una rigurosa carga justificativa por las autoridades competentes. En ciertos casos el mandato de progresividad y la prohibición de medidas regresivas pueden estar en estrecha conexión con el principio de confianza legítima, pues en última instancia ambos presentan un elemento común el cual es el respeto por parte de las autoridades estatales del marco jurídico o fáctico previamente creado para la satisfacción de derechos prestacionales" (T-1318/15 del 14 de diciembre de 2005).
En resumen, una buena administración implica una Administración especial y preferente con aquellas personas que se encuentran en un estado de manifiesta dependencia. Es por esta razón que los órganos y entes administrativos están obligados a adoptar los medios más idóneos y adecuados para garantizar la inclusión de estas personas en las actuaciones administrativas. De ahí que las personas en situación de discapacidad, niños, niñas, adolescentes, mujeres gestantes o adultos mayores y, en general, cualquier otra persona que se encuentre en un estado de indefensión o de debilidad manifiesta tiene el derecho de exigir a la Administración la adopción de las medidas positivas necesarias para asegurar su acceso al entorno físico, social, económico y cultural, a la salud y la educación y a la información y datos públicos, a fin de poder gozar plenamente de sus derechos de carácter liberal, social y democrático. Esta prerrogativa forma parte de los derechos subjetivos que componen el derecho fundamental a una buena administración, de modo que puede ser tutelada a través de las garantías constitucionales.