La influencia de Jimmy Sierra me tocó como lo hacen los grandes artistas: de manera accidental. El primer recuerdo que tengo de él está relacionado a la antología Bordeando el río, un proyecto que vio la luz en 1969 y que incluía cuentos de los también reconocidos escritores Fernando Sánchez y Antonio Lockward, con un prólogo de Don Pedro Mir. De niño no le puse mucha atención. Fue uno de los libros que dejó mi padre en una caja con llave arriba de su armario cuando se fue a Nueva York. ¿Porqué esa caja en donde habían también libros de economía, del Ché y de Gabriel García Márquez estaba cerrada con candado? La leyenda dice que mi padre se fue a NYC por cabeza caliente (estudiaba Ingeniería Electromecánica en la UASD), quizás allí radique el misterio. Lo cierto es que cuando en el politécnico me ofrecieron trabajar en la biblioteca y ser parte de la restructuración de la misma no lo pensé dos veces. Entre los donativos que nos llegaron, había una caja con algunos cien ejemplares de un libro llamado La ciudad de los fantasmas de chocolate. Recuerdo vivamente la intriga que me surgió en ese momento, ya que pude calibrar el nombre del autor con los libros misteriosos de la casa. De más está decir que los leí con furor, y me sorprendió mucho encontrar el personaje de Chochueca tanto en los cuentos de Bordeando como en La ciudad. Quiero recalcar aquí sin exagerar que ese tipo de conexiones son vitales para el afanador de letras que soy hoy día. Quizás Jimmy Sierra, sin saberlo, fue uno de mis maestros en el arte del cuento, de la calle, la ironía y de la conexión de textos e imágenes. Otro dato: cuando años después, depurando mis artes de lector, me encontré con la significativa Estrategia de Chochueca de Rita Indiana Hernández, pude muy bien (des)montar mis referentes y leer esta excelente novela identificando de inmediato su stadium (la postura del texto en la antropología social) y el punctum (el accidente individual que nos acerca al texto).
Otro aspecto importante en el influjo de “El Teórico” en nuestro trabajo es la inolvidable serie Catalino: en la boca de los tiburones. Este material no fue, ni es, indiferente para nadie en la sociedad dominicana. Yo podré estar equivocado, pero más allá de Pasaje de ida, hasta ese momento era difícil encontrar en la pantalla dominicana una imagen del dominicano pobre que no estuviese asociada a la parodia o la comedia. Muchos dominicanos y dominicanas de clase baja nos vimos reflejados en las crudas imágenes que ingeniosamente nos mostró Jimmy Sierra. Me parece que todavía podríamos estudiar un poco más este esfuerzo artístico. Pero nos cuesta mirarnos, nos cuesta mucho.
A veces quisiera que todo fuera ficción, producto de esta maquinaria loca que llevo batiendo entre corazón, alma y cerebro. Pero voy a sacar un aparte para decirle algo a Jimmy: fíjate que, hablando como los locos, un día nos encontrábamos René Rodriguesoriano y yo bajando frías en el restaurante La Carreta del aeropuerto de Miami. No fueron una, ni dos veces las que aprovechando una escala, yo me veía con mi padre postizo en ese aeropuerto para agotar un poco la querencia. En uno de esos viajes y virajes, todavía no me explico yo a santo de qué, La Rana, como le decía yo de cariño, viene y me regala la nueva edición de Bordeando el río, la antología ya mencionada. Esta vez, además del prólogo de Don Pedro, venía acompañada de nuevos cuentos de los autores y de un texto de Jeannette Miller, con portada de Thimo Pimentel. En ese momento recuerdo hacerle este mismo cuento a René. Y ahora en las horas terribles del desasosiego de Chicago, en donde las clases que empiezan la semana que viene se abren ante mí como una metáfora de monstruos y zoom meetings, saco un minuto para beberme una cerveza y reír y llorar por ti, Jimmy… llorar como lloran los leones en el último banco, llorar porque me da la gana, llorar porque llorar es mejor que jugar con la verdad.