"Es que te has convertido en parte de mi alma". 

Cesar Portillo de la Luz

¡Ah, la música! Ese enorme misterio que  conmueve el alma. Equivocadamente solemos creer que nos llega a través de los sentidos, pero a mi Cibao, aquel  jornalero que conocí en el muelle, me había advertido en mitad de una pausa mientras tocaba su armónica, que ésta penetra siempre a través del corazón para irrigar todo nuestro cuerpo. Me dijo con vehemencia que nada tenía que ver con el oído, una explicación sencilla y poco académica. Su apreciación era tan solo fruto de la enorme sensibilidad de un hombre que tocaba ese instrumento con el alma. Aquellas palabras de Cibao vine a entenderlas conceptualmente algunos años después. Intentaré hacer hoy un recorrido en retrospectiva de la presencia de la música en mi interior, hasta llegar a este último Viernes Santo, en el que viví, entre acordes y buen vino, una de las tardes más agradables que recuerdo en mucho tiempo. Reescribir aquel momento va a ser apasionante, se lo aseguro.

Mentiría si dijera que tengo un conocimiento profundo del mundo de la música y del sonido armónico. Soy neófito en ese sentido. Un desconocedor absoluto acerca de cómo se organizan los papeles sobre un atril. No sé qué significa una corchea, no entiendo la importancia de las matemáticas en el teclado y desde luego ignoro la forma de leer una partitura. Y a pesar de ello disfruto enormemente de la música y me gusta conversar con aquellos que dominan el tema. Mi curiosidad no se sacia fácilmente y pregunto, siempre pregunto. Me encanta descubrir las interioridades de una pieza, las claves secretas de un compás. Puedo hablar, sin sonrojarme, sobre los límites de mi sedimento musical y confirmar que éste se circunscribe a unas pocas melodías, composiciones oídas en la infancia al lado de un Telefunken con plato interior, en el que las escuchaba gracias a la elección de mis hermanos mayores: "primer concierto para piano y orquesta" de Tchaikovsky, "Cuadros de una exposición" de Mussorgsky, "La trucha" de Schubert, "Las cuatro estaciones" de Vivaldi, "La quinta sinfonía" de Beethoven y el “Bolero” de Ravel. Estas seis piezas fueron la base que sustentó el tronco de todo cuanto iría descubriendo posteriormente en el mundo de la música clásica. Y al mismo tiempo se filtraban por mis venas intérpretes como Marco Antonio Muñiz, Charles Aznavour, Daniel Santos, Adamo, Raphael, Sandro, Fausto Rey, Sonia Silvestre, Francis Santana, Toña la negra, La Lupe, Rolando la Serie, Los compadres, Los Beatles y Joan Manuel Serrat. Todos ellos fueron el punto de arranque, sin dejar de detenerme en mi incursión en el mundo del Jazz y de la Bossa Nova.  Según se puede colegir a través de esta relación siempre fui ecléctico en mis gustos y este hecho me ha permitido viajar sin ningún prejuicio, de un lugar a otro, dado que la música giraba para mí entre líneas paralelas. Por un lado podía deleitarme oyendo a los hermanos Arriaga o el Pata pata de Miriam Makeba y por otro saborear las voces de Lucho Gatica y Tito Rodríguez. Mi “mundo es ancho y ajeno” como el título de la novela de Ciro Alegría. Para mí la cultura, en cualquiera de sus manifestaciones, nada tuvo que ver nunca con el purismo y la ostentación. Ella penetraba por mis arterias con innegable naturalidad. Así la he vivido siempre.

El pasado Viernes Santo invité a tomar un vino a mi amigo Miguel Maldonado, un furibundo y apasionado melómano. Acordamos encontrarnos al mediodía y mientras esperaba su llegada, me entretuve preparando algo de comer para los dos, zapata necesaria para el vino que íbamos a tomar. Escuchar buena música con alguien que maneja un amplio repertorio discográfico es un hecho invaluable. Antes de iniciar la ronda almorzamos mientras revisábamos el acontecer político. Al terminar pasamos a la sala e iniciamos juntos la ruta con Cheo Feliciano y Danny Rivera a dúo, mejor entrada no podía ser. Cada interpretación de ambos nos emocionaba hasta lo indecible. En un momento dado, en la canción “Amada mía” una trompeta acompaña a la melodía y mi amigo fue gesticulando con sus manos el subir y bajar del instrumento de viento. Estoy seguro de que físicamente, en ese preciso instante, él no estaba del todo en mi apartamento, parecía haberse  escindido impulsado hacia otra esfera y otro espacio sideral.

Esa tarde nos mostramos como dos duelistas practicando esgrima. Ante una canción elegida por uno de nosotros en su versión original, el otro “contraatacaba” con una rápida respuesta dando a conocer una variante distinta que se pretendía superior. Yo conocía “Un día de domingo”  por Gal Costa y Tim Mala, pero Miguel me devolvió la estocada con el mismo tema en la excelente voz de Lolita Flores. Mi desconocimiento en este terreno era más que evidente comparado con él. Poco importaba mi deseo por tratar de impresionarle, en todo momento quedé mal parado, pero no me rendí por ello y el deleite fue mágico. No puedo quejarme, disfruté de una sesión de cultura musical impagable. El instante más fulminante para mí fue cuando con inamovible terquedad aseguré, una y otra vez, que la canción “Contigo en la distancia” era del maestro Armando Manzanero. Él "rispostio" con absoluta calma que su autor era un compositor cubano y yo entonces, con aire de suficiencia, dejé asomar con sorna una ligera sonrisa y  dije para mis adentros: de ésta no te me escapas. Antes de caer vencido me permití alardear, como queriendo quitarme de encima las anteriores humillaciones, pero no sirvió de nada, el hombre guardaba un as en la manga. Yo no conocía a César Portillo de la Luz, nunca había oído hablar de él ni sabía que fuera suya esta melodía. A pesar de mi enorme ignorancia musical, que volvió a brillar como un diamante en la oscuridad de la selva, este Viernes Santo compartí una tarde sin duda inolvidable con Miguel Maldonado, mi apreciado amigo.