En algún momento de la historia de la Colonia de Santo Domingo, alguien –un habitante de la pequeña isla de la Tortuga–, pensó que para esta época algunos pensarían en los problemas que tendrían en aquella lejana época colonial. Así como se visualiza el año 2090, así uno de esos hombres pensó –a su vez–, en un hombre del año 2020. Lo que no pensó fue en el sistema democrático, y mucho menos en una lucha de partidos en una República Dominicana.

Menos aún pensó en lo que hacen los políticos y aunque tampoco lo era, entendería –o habrá pensado– que no había por qué pedirle a las circunstancias –y a los hechos históricos–, que eliminaran de su zona de meditación a los espectadores de su futuro. Me gusta imaginarlo en un tiempo donde hubo riqueza para Francia –o antes en la época de las infaltables encomiendas– o en la lucha, como en la California de 1848 con James W. Marshall en Sutter Mills, de la fiebre del oro que conquistó el alma de tantos viajeros. Hubiera sido un banquero en el Medio Oeste de los Estados Unidos.

En ningún momento pensaría en coimas o en sobornos. Evidentemente lo tiene claro: los negocios que hacen esos españoles que mira –se ha quedado mirándolos fijamente–, se fundamentan también en el chantaje y la extorsión, el robo y el pillaje.

Como hombre de su época, tiene claro que le han pedido alguna explicación a lo que ha ganado con el negocio de las reses. No tiene sino alguna opinión sobre lo que hace su patrón, un tal Bertrand D’Oregon a quien fue entregada la isla en 1665 bajo dominio francés. Su jefe solo hace pedirle cuentas a los arreadores de reses de los caminos. No tiene un momento de descanso. Es un jefe que tiene autoridad en toda la isla.

Sin embargo, no tiene D’ Oregon, que viene de Francia, la gran explicación a lo que quiere: gobernó –de acuerdo a el–, de la mejor manera en Aux Plaines, Basse Tene, Herbes Marines, Mapou, Mare Rouge, Marie Terrien, Place Nepre, Trou Basseux, Hembouco, Pointe Quest, y Roches en la Tortuga donde, como él no sabe, el huracán Jeanne –según Ignaci Miranda en el 2004–, hizo estragos en la vida de 26,000 personas que viven allí en la isla. La tormenta hizo estragos en esa zona, dicen los periódicos contemporáneos.

Nuestro protagonista tiene dos argumentos: por un lado, quiere irse a vivir a la costa de la llamada Puerto Plata, donde podrá echarse por horas muertas en una hamaca dormilona. Recibiría la notificación de la llegada de los barcos. Holandés fiel a su tierra, piensa que no es mala inversión estar aquí.

Allí las cosas son más calmadas, pero aseguran algunos –no tienen por qué estar equivocados–, que en el centro de la isla, hay vastas zonas con hermosos pinares y una brisa silvadora muy lejana al intenso sol de la costa. De acuerdo a la historia de algunos argumentadores, esa zona es virginal, el viento te da en la cara y te sientes habitante de un confortable universo. No sabe lo que es New York ni la evolución de esa ciudad. No tiene idea de lo que hoy es China. Su meta inmediata es ir al centro de la isla y vivir allí durante años.

También piensa que esos hombres del futuro, porque visualiza el futuro, no tienen que saber si sus compañeros son malos o buenos con los demás. Como puede entenderse, tampoco tiene conciencia de un aparato llamado televisión que llegara a inventarse en 1884 con el disco de Nipkow, y menos en la invención del iconoscopio de Vladimir Zvorykin y Philo Taylor Fansworth en 1898, una de las más grandes invenciones en la historia del hombre. Esas dos invenciones lo fascinarían intensamente. No tiene idea de lo que es un teléfono celular.

Tiene claro que no será ningún grupo de arreadores de vacas que le diga cuál es su adagio más preciso. Maneja el comercio con las naves de las Compañías de Indias: debe entender cómo va a comentar lo que piensa que no debe hacer ese hombre del futuro, cuando el calendario sea dado y todo tenga que ser controlado de acuerdo a visiones de desarrollo. Aunque tiene experiencia en el comando político, no pensaría que esto terminaría de esta manera. Lo que le gusta de la isla mayor son las frutas que obtiene, algo que de lo que quizás Sánchez Valverde habló en su libro. 

“Estas reses de camino hay que matarlas”, pensará. Se levanta de su hamaca, y se va al fondo de la choza donde tiene el trabuco y más de tres biblias. Siente que el hombre de la época actual es también su compañero. Concluye con unas palabras de conquistador como otros tantos que vinieron por esa época: “toda la extensión del Sur es mía”.