Si fuésemos a aplicar un análisis siquiátrico al Tribunal Constitucional, podría afirmarse que, al igual que el  doctor de la célebre novela de Robert Louis Stevenson “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, se trata de un órgano jurisdiccional con doble personalidad o que sufre del trastorno bipolar, es decir, que, o bien tiene dos o más identidades o personalidades o bien su estado de ánimo oscila intermitente, rápida y dramáticamente entre la alegría y la tristeza. En cualquiera de los dos diagnósticos, estaríamos en presencia de un órgano estatal cuya identidad está escindida en dos polos totalmente opuestos, lo que se pone de manifiesto en su cotidiana actividad jurisdiccional.

La más reciente manifestación de esta bipolaridad o doble personalidad la encontramos en la Sentencia TC 201/13, dictada al fallarse una acción directa en inconstitucionalidad de la Asociación de Bancos Comerciales y un grupo de entidades de intermediación financiera contra la Norma General 13/2011 dictada por la Dirección General de Impuestos Internos (DGII). Contrario a los principios garantistas magníficamente descritos y sustentados por el Tribunal Constitucional en la Sentencia TC 200/13, relativa a la acción en inconstitucionalidad interpuesta por Namphy Rodríguez, Rafael Molina Morillo, la Fundación Prensa y Derecho y el Centro para la Libertad de Expresión de la República Dominicana en contra de la Resolución 86-11 del Instituto Dominicano de las Telecomunicaciones, y a la cual me referí en mi columna de la semana pasada (“Tribunal Constitucional y derecho a la intimidad”, 22 de noviembre de 2013), en la Sentencia TC 201/13, emitida apenas días después de esta sentencia que convierte al Tribunal Constitucional en un fiel y fervoroso defensor del derecho a la intimidad de las personas, los jueces constitucionales especializados recorren un camino totalmente opuesto al trazado en dicho precedente histórico.

En la Sentencia TC 201/13, el Tribunal Constitucional degrada y desnaturaliza la garantía constitucional del debido proceso administrativo, pues, a pesar de que la Constitución es clara en cuanto a que “las normas del debido proceso se aplicaran a toda clase de actuaciones judiciales y administrativas” (artículo 69.10), sin distinción, nuestro máximo defensor jurisdiccional de la Constitución se despacha con la idea estrambótica de que “la aplicación de tal garantía constitucional debe ser reclamada en sede administrativa cuando se trate de un procedimiento sancionatorio o que tenga como resultado la afectación o menoscabo de un derecho”. Todo ello, a pesar de que la Constitución no exige afectación de derechos para garantizar el debido proceso administrativo, y no obstante de que la propia Constitución en su artículo 138 dispone que debe garantizarse la audiencia de las personas en la producción de las resoluciones y actos administrativos conforme el procedimiento establecido por ley, ley que en este caso es la Ley General de Libre Acceso a la Información Pública que obliga a la publicación previa para consulta pública de los proyectos reglamentarios, cosa que no hizo la DGII con la Norma 13-2011. El Tribunal Constitucional llega al extremo de afirmar que violar la garantía constitucional del debido proceso administrativo constituye una simple ilegalidad no una inconstitucionalidad, que debe ser decidida por la jurisdicción contencioso administrativa.

Pero no solo eso. El Tribunal Constitucional, contrario a lo que ha hecho su homólogo español, se ha declarado incompetente para conocer de la constitucionalidad de una norma que resulte inconstitucional por vulnerar una ley super orgánica como la Ley Monetaria y Financiera. De manera que, cuantas veces el legislador ordinario invada la esfera de competencias del legislador orgánico o super orgánico, la ley no será considerada inconstitucional sino solo ilegal, por lo que el asunto deberá ser conocido por la jurisdicción contencioso administrativa. Abdican así los jueces constitucionales especializados del control de constitucionalidad del procedimiento de elaboración de las leyes, lo cual echa por el suelo todo el nuevo sistema de fuentes creado por el constituyente en 2010.

Todo lo anterior fue señalado por el valiente y valioso voto disidente de los jueces Milton Ray Guevara, Justo Pedro Castellanos Khoury y Rafael Díaz Filpo, quienes insistieron, entre otros fundamentos de su disenso, en que la LMF “es una ley súper orgánica, ya que se exige una mayoría ultra agravada para su modificación -incluso superior a la requerida para aprobar la reforma de la Constitución-, a menos que la propuesta de modificación haya sido iniciativa del Poder Ejecutivo, a propuesta de la Junta Monetaria o con voto favorable de ésta”.

El futuro cercano dirá el impacto de esta sentencia constitucional en el clima de respeto a los derechos fundamentales. Por el momento, una cosa queda clara: nadie se salva del Tribunal Constitucional. Ricos o pobres, débiles o poderosos, todos somos iguales ante el atropello por el Tribunal Constitucional, ante la alquimia interpretativa y el maltrato constitucional por parte de nuestros jueces constitucionales especializados.