La posibilidad de que la caravana de migrantes centroamericanos estacionada frente a la frontera estadounidense después de recorrer dos mil kilómetros, en su intento en penetrar ilegalmente al territorio de Estados Unidos culmine en una tragedia humana, permite un paralelismo no del todo ajeno a la realidad que vivimos en el nuestro.
Supongamos que un día miles de haitianos deseosos de huir de la espantosa miseria y la inseguridad física existente en el vecino estado, decidieran una marcha similar y que desde diferentes puntos de ese estéril país se inicie en varios frente una caravana hacia esta parte de la isla, con el propósito de iniciar aquí una vida que su nación les niega. Estaríamos sin duda ante un dilema que plantearía un serio problema moral. ¿Cuál sería el proceder correcto ante una embestida de esa naturaleza? ¿Correspondería a Amnistía u otro organismo internacional juzgar el proceder de esta nación o trazar sus responsabilidades migratorias? ¿Qué haríamos si esa imaginaria pero no improbable situación se diera? ¿Por razones humanitarias nos veríamos forzadas a dejarlos pasar? ¿Quién o qué nos garantizaría que después no vendrían otras?
Si bien este ejercicio no parece un problema cercano o algo de qué preocuparse en lo inmediato, la verdad es que el caso se viene dando desde hace tiempo en dimensiones menores y la crítica situación de inestabilidad política y social haitiana constituye una fuente permanente de estímulo para la migración hacia esta parte de la isla. Estados Unidos acusa a los países de donde proceden quienes intentan penetrar por la fuerza a su territorio de no hacer nada para contener ese flujo migratorio. Igual ocurre con Haití, que nada hace tampoco para evitarlo mientras estimula el pase de sus ciudadanos por la frontera.
Un tema para pensar con la seriedad que su dimensión exige.