Vine a Detroit porque me dijeron que acá vivía un artista, un tal Diego Rivera. Quisiera precisar que al artista en cuestión lo había contratado Edsel Ford para que hiciera un mural sobre la industria de aquella región.

Don Edsel no sólo presidía el emporio automotor fundado por su padre, sino también el Instituto de Artes de la ciudad (DIA: Detroit Institut of Arts), en donde algún astuto colaborador le habría sugerido invitarlo. Para convencerlo, hubo una promesa de diez mil dolaritos. Eran los años treinta, Estados Unidos pataleaba para no hundirse en la Gran Depresión y Diego, con Frida de la mano, llegó a confirmar (otra vez) su genialidad.

El de Guanajuato se paseó durante meses por las fábricas, por los talleres, por las fundiciones. Tomaba apuntes, trazaba bocetos, pedía fotos. Los gringos le explicaban cómo se armaban los coches, para qué este fierro, dónde terminaba esa cadena de producción… Siempre le maravilló la marcha del progreso, aunque tampoco ignoraba su lado siniestro.

En un rincón del patio que hoy lleva su nombre, The Rivera Court, se exhiben los doce murales de la Detroit industry. Alejado de los frescos principales, hay una imagen que hoy nos resulta bastante familiar: Investigadores, doctores, enfermeras, preparan la vacuna que se clavará en el brazo de un niño rubio. El chico preside una especie de pesebre. Lo rodean bueyes, caballos y unos cuantos borregos. ¿El nacimiento del futuro? ¿Las enfermedades se combaten científicamente, no con rezos vanos? ¿Es la ciencia la mano creadora?

Sabemos que además de pintar, al artista le encantaba provocar a las buenas conciencias: Resaltar su hipocresía, burlarse de sus maneras burguesas, de su religiosidad superflua. No es la única escena crítica, por supuesto, veamos: Personas emperifolladas ven a los obreros trabajar, a la distancia, como si asistieran al zoológico o al circo. ¿Una admiración salpicada de desprecio? Tampoco es muy generoso con los jefes, a uno lo pone apretando una regla con dureza, ¿otra alegoría sobre la opresión de…? Y el futuro no siempre es color de rosa. Si de un lado vemos a pilotos sonrientes, de esos que nos trasladan a toda velocidad; del otro, aparecen aviones oscuros que lanzan bombas, que siembran muertes, que obsequian desgracias. ¿Imaginaba lo que vendría después, Hiroshima y demás linduras?

Los murales se inauguran en marzo de 1933. El empresario y mecenas recibió quejas – airadas–  para que los destruyera. Don Edsel escuchó atentamente y como había quedado fascinado con el trabajo, le dio el doble: 20 mil billetes, de esos que presumen el rostro George Washington. Por cierto, apuntan los enterados que para hacer al niño de las vacunas, se habría inspirado en el hijo del piloto Charles Lindbergh, que por aquellos tiempos había sido secuestrado.

Por otro lado, Frida sí que la pasó mal allá y para levantarse el ánimo empezó a pintar más en forma. Hay un cuadro famoso (que no el único) en el que retrata el aborto que sufrió: Ella yace en una cama ensangrentada. De su vientre salen venas como cordones (¿umbilicales?) que la atan a diferentes elementos: un feto muerto (Dieguito, le llamaba); una pelvis inerte; un caracol, lento como el dolor que la invadía y frío como el hospital que da título a la obra: Hospital Henry Ford.

Ahora bien, lo que sí empezó a menguar fue la industria automotriz. Hoy la mayoría de los coches no salen de Motor City sino de China, Brasil o México. Pese a que los llamados tres grandes (Ford, GM, Chrysler), tienen allí sus oficinas corporativas, ellos y los otros fabricantes, suelen irse a Alabama o Tennessee antes que a Michigan, para instalar una que otra planta… Incluso, la gente norteamericana prefiere un coche japonés o coreano, antes que uno American-brand.

En fin, hace unos años Detroit quiso parecerse a Comala, al grado que la ciudad estuvo a punto del colapso financiero y sus autoridades la declararon en quiebra. Los acreedores saboreaban la idea de adjudicarse los Murales y otras piezas igualmente invaluables. Por suerte, nada de esto sucedió y dichos frescos, desde 2014, fueron inscritos en el Patrimonio histórico, cultural y artístico de los Estados Unidos.

Diego comentaba que la mayor satisfacción de su trabajo (más allá de los 20,000 dólares, supongo) fue ver cómo los obreros se reconocían en los murales: reaccionaban como si estuvieran frente a un gran espejo.