Nunca llegaremos a entender la realidad en su total complejidad, ni hasta qué punto el mundo onírico es solo un sueño, como bien diría Calderón de la Barca. Esta vuelta viene a cuento de que esta madrugada tuve uno de lo más real. Era consciente de estar dentro de una fantástica burbuja, pero me resistía a quedarme parado en esa acera, confirmando con ello que no existe separación tajante entre uno y otro lado. Todo ello me remite previamente a una experiencia personal con la novela Pedro Páramo. Tendría yo no más de quince años cuando llegó a mis manos. Por aquel entonces mi ambiente de lectura era muy especial, podía aislarme del mundo ya que los árboles y las peceras que había en mi casa así lo permitían.
Resulta que, aquella tarde en la que inicié el peregrinaje a Comala, cuando iba por la página cuarenta y cinco, me detuve y salí a buscar un poco de aire. Estaba sumergido en un mundo extraño, inexplicable. No lograba descifrar la clave de la novela hasta que un amigo lector, muy acucioso me dijo: David, pero si es que todos están muertos, es un pueblo fantasma y a ese mundo cuando se entra, ni uno mismo, como lector, sabe si está vivo. Después de esta reflexión volví a la casa y terminé la novela apresurado, con el temor manifiesto de quedar atrapado entre esos murmullos y esos viajes de almas en pena, por pueblos secos y polvorientos.
La novela viene a colación porque hoy he tenido un sueño tan real que aún me cuesta salir del espacio cenagoso de sus sábanas. Al lado de mi casa vivía un mecánico, un tipo bien simpático, llamado Quique. Era el "médico de cabecera" de la camioneta de mi papá. Tenía una facilidad increíble para narrar una misma historia infinitas veces y hacerla graciosa como si fuera siempre la primera vez. Recuerdo que contaba que una madrugada mi papá le despertó angustiado porque la camioneta se le había dañado cuando iba de camino a buscar la leche a la finca. Quique se incorporó de inmediato, como quien un día levantó su mano ante el juramento Hipocrático, fue y reparó el vehículo. Una vez que volvieron a la casa, Quique le pidió a mi padre que le pagara, respondiendo a ello mi papá con la salida ingeniosa de un hombre sumamente tacaño: pero si tú te enfermas en la madrugada, ¿a quién tú vas a llamar si no es a mí para que te lleve al médico? pagando mi papá con esa respuesta.
Después dejé de verlo por un buen tiempo. Solo cuando pasaba por el barrio nos encontrábamos y me contaba la anécdota con la misma gracia y desparpajo de siempre. Hace unos cuantos años que murió. Tenía fuertes complicaciones de salud, me dolió profundamente, era una persona de un humor sano. Lo utilizaba como escudo ante lo inexorable.
¿Por qué está historia? Les diré. Esta madrugada le volví a ver en medio de un sueño. De repente vi que mi amigo venía caminando muy parsimonioso hacia mí. Le detengo y le pregunto: ¿Quique cómo estás? Él me responde, como ensimismado, que estaba bien, pero le sentí lejano, fuera del mundo real. Me inquieté y le dije que entendía su situación. Sabía que estaba desandando, por lo que me apresure a llamar a uno de mis hermanos para ponérselo al teléfono, pero lamentablemente se hizo tarde. En el intento su figura se fue haciendo difusa ante mis ojos, evaporándose, perdiéndose en medio de la neblina.