Para que se tenga una idea, apenas somera, de la monstruosidad de la práctica política clientelar en República Dominicana, sería suficiente señalar un reciente ejemplo ocurrido en Francia. Como todos sabemos, el país galo es la segunda economía europea, después de Alemania, es miembro del llamado Grupo de los Siete, que reúne a las naciones más desarrolladas del mundo, y posee su propio arsenal nuclear. Lo habitan 65.7 millones de personas, según cifras del 2002, y su extensión territorial es de 674,843 kilómetros cuadrados, es decir seis veces la población dominicana y catorce veces la superficie nacional.

En ese país, cuna de ilustres pensadores y artistas, el tope del gasto en campaña presidencial es de 22 millones de euros, unos 25 millones de dólares, equivalentes a unos 1,087 millones de pesos dominicanos, mucho menos de lo que los 32 senadores de esta economía caribeña se engullen en menos de cuatro años en barrilitos y bonos con motivo de la navidad, los Reyes, el día de las Madres y otras celebraciones en las que la voracidad de nuestros honorables legisladores hacen cada año su agosto, sin contar, por supuesto, los añadidos que a esa fiesta permanente del desorden, la falta de transparencia y el irrespeto a la legalidad representan, en probablemente mayor proporción los 180 y tantos diputados de la hipertrofiada Cámara Baja.

La diferencia no estriba sólo en las cantidades porque en Francia excederse de ese tope trae problemas muy serios con la justicia, como podría dar testimonio el expresidente Nicolás Sarkosy, objeto con su partido de una exhaustiva investigación relacionada con facturas con las cuales intentaron cubrir el déficit, puesto que todos sabemos aquí que ningún partido rinde cuentas de los millonarios aportes con los que el Estado los subsidia y ni la Junta Electoral y ningún fiscal o juez se atrevería a llamar la atención sobre ello. Ni las auditorías de la Cámara de Cuentas mueven aquí la acción judicial.