Al cotejar las reacciones a las denuncias contra el país por el tema migratorio, me asalta el temor de que pudiera estar creciendo entre nosotros un sentimiento de culpa por la penosa situación del pueblo haitiano y, muy especialmente, aquellos que han tenido en el territorio nacional la oportunidad que su nación no les ofreció. No es mi propósito entrar en el estéril debate, en este pequeño espacio, de si esas oportunidades les han servido de algo. Me resisto a añadir otra pérdida de tiempo a una discusión que a lo largo de los años no ha conducido a ninguna parte.
Lo cierto es que a partir de la sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional, la República Dominicana ha sido objeto de persistentes críticas, muchas de ellas injustas, que distorsionan la realidad de la inmigración ilegal masiva y creciente, un flujo humano que desborda desde hace tiempo la capacidad nacional para asimilarlo. La imagen que se ha creado de nosotros como nación ha generado estereotipos, contra los cuales el país ha tenido que lidiar para hacer entender a la comunidad internacional la validez de los argumentos que sustentan la política migratoria, sustentada en el Plan Nacional de Regulación.
No pretendo sustituir el papel que corresponde a la Cancillería en esa tarea, que por lo visto está siendo muy bien cumplido. Pero me temo que los sufrimientos del pueblo haitiano, agravados por un terrible terremoto y la epidemia de cólera que le siguió, que terminaron destruyendo sus esperanzas de redención, lo estemos asumiendo como culpa nuestra. Por más que quisiéramos, no podemos hacer más de lo que se ha hecho. La situación de Haití no es culpa ni responsabilidad dominicana. Si no lo vemos de este modo, acabaremos eliminando la única oportunidad que disponemos para sentar las bases de la solución del problema migratorio, que es el mayor de cuantos enfrentamos.