Doña Mercy fue una mujer que le tocó forjar su futuro cosiéndolo palmo a palmo con una aguja hecha del mismo acero de su tenacidad. Nada en su vida fue fácil. Cada paso hacia los logros que obtuvo le costó mucho, muchísimo esfuerzo. Para impregnarse ánimo ante cada reto creó una expresión que le servía de aliciente: “yo puedo más”.
Siempre llevó en el corazón a Bonao, la ciudad donde nació el 12 de julio de 1934. Allá creció junto a sus nueve hermanos. En ese hogar de sus progenitores todo era humildad. Tanto que hasta su madre y su padre, coincidencialmente, llevaban los nombres de María y José, quienes trajeron al mundo en la docilidad de un pesebre al Mesías que entregó su vida por la humanidad.
En múltiples ocasiones escuché de la voz doña Mercy esa historia que contaba tan henchida de orgullo. Siendo una adolescente, con el crédito de su padre, que no era otro más que el de su palabra, le entregaron una máquina de coser. Con ese artefacto, además de aportar en las necesidades de la casa, sin saberlo, comenzó a tocarle las puertas al futuro de la gran diseñadora que llegaría a ser.
Fue tal el éxito con esa máquina de coser que, asida del “yo puedo más”, decidió abrirse nuevos horizontes más allá de los límites de Bonao. Muy joven emigró a Santo Domingo. Y en la ciudad más vieja del nuevo mundo vivió una importante etapa de éxitos como costurera. Allí también palpó una capital subyugada por los zarpazos de la tiranía que luego se volvió convulsa y demandante de los derechos que le conculcaron durante tres décadas.
Asida de la fortaleza que le daba ese “yo puedo más” en 1967 partió hacia Estados Unidos. La ciudad Nueva York la recibió con la dureza que siempre ha tenido esa Babel de concreto y de metal. Pero doña Mercy no se amilanó porque llevaba en la mano un ristre hecho con el acero de su tenacidad. Y así se enfrentó al embate de las dificultades.
En Nueva York Ramona Mercedes Hernandez Jácquez protagonizó otro capítulo estelar en la historia de su vida. Solo los más decididos logran exhibir éxito en la terea de llevar al mismo tiempo un trabajo exigente y unos estudios rigurosos. En esa dura lidia, trabajando para subsistir y ayudar a su familia en la República Dominicana, estudió inglés en la Columbia University y se graduó de diseñadora de modas en la Fashion Institue of Tecnologies, en el Common School y en la Academy of Design. Con su preparación y su trabajo constante doblegó el concreto y el metal de Nueva York y entró al glamour de los más importantes atelier de la Quinta Avenida. En el año 1975 se le otorgó el muy codiciado Premio Hall of Feme, galardón recibido por primera vez por una dominicana.
Atendiendo al llamado de sus raíces doña Mercy regresó a su país en 1978. Decidida a retornar no le importó el incumplimiento de las promesas que le hiciera la oficialidad para que volviera. Ya estaba acostumbrada a templar el acero de las dificultadas. En su país, de nuevo, conquistó un importante espacio. En ese periodo fundó una casa de modas y también, en 1979, unió a los integrantes del sector y organizó la Asociación de Diseñadores Dominicanos.
Cuando fundó el Instituto Tecnológico Mercy Jácquez, en 1980, comenzó a recorrer en grande ese sendero del que nunca se separó: la solidaridad. Durante cuatro décadas miles de jóvenes y adultos fueron beneficiados con un programa que fundó para otorgar media beca en los estudios técnicos de diseño de modas y diseño de interior. El mismo, dirigido a los más necesitados, acogió a personas de todo el país. De allí salió una verdadera cantera de artistas del diseño de modas y de interiores. Gente que aprendió un oficio para abrirse paso con éxito en la vida. En el 2001, veintiún años después de su fundación, esa institución alcanzó la categoría de Instituto Técnico Superior. Desde el camerino o desde una butaca en la primera fila ella se llenaba de gozo cada vez que entregaba a la sociedad una nueva promoción de diseñadores.
Abnegada con su padre, con su madre y con sus hermanos, el rostro de doña Mercy siempre tenía una sonrisa presta para ofrecérsela a los demás. Era lo que se llama una dulzura de persona. A pesar de la reciedumbre de su carácter nunca la vi hablarle en tono descompuesto a nadie. El manto de su afabilidad me cubrió de tal forma que los amigos cercanos me decían que yo tenía un “premio nacional de suegra”. Cada vez que ella me llamaba “mi hijo”, algo cotidiano, era como si el agua cristalina de un manantial saliera a irrigar el amor filial. Fue un amor tan franco que continuó aun después que terminara el vínculo legal de hijo político. Todos saben que cuando fui afectado por el Síndrome de Guillián Barré me vi al borde de la muerte. En ese momento, dentro de los miles de personas que formaron cadenas de plegarias por mi salud, doña Mercy armó un círculo de oración desde la iglesia del Divino Niño, en Las Praderas, donde ella se congregaba. Luego me llevó al púlpito de ese altar para que diera el testimonio de mi curación.
Doña Mercy logró abrirse paso y llegar a la cima del éxito en un medio que se rindió ante ella con respeto y admiración. Y eso lo hizo en una sociedad que tenía instalado en su punto más alto el regimiento del machismo. Por eso doña Mercy también debe ser vista por las mujeres como un ejemplo de tenacidad.
En abril del año 2017 la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) le otorgó el título de Profesora Honoraria de la Facultad de Artes. En ese momento doña Mercy, en sus palabras de gratitud, respondió con lo que sabía hacer, puso su experiencia a disposición de los estudiantes de diseño industrial y de modas de esa alta casa de estudios.
Cuando se produjo su deceso, el pasado 24 de junio, le faltaban 18 días para cumplir 86 años de edad. Estaba entera y hacía jornadas normales de trabajo. La complicación de su salud se produjo en un momento difícil para el país y para el mundo. En su condición de asmática tenía una crisis pulmonar que se le agravó con el polvo del Sáhara. Y conjuntamente le vino un accidente cardiovascular. Esos embates no resistieron la crujía de recorrer sin éxito, por más de quince horas, varios centros médicos buscando un cupo que por todas partes estaba copado por los afectados de la pandemia que arropa a la humanidad entera. Cuando lograron internarla y la entubaron ya era tarde.
La tapa al pomo de las complicaciones fue puesta por las normas existentes de distanciamiento social para proteger a la población de ese fantasma que recorre el globo terráqueo en los días actuales. Ni siquiera se le pudo dar el adiós final en una funeraria. Por eso, ante la pena de su partida, desde la distancia, comparto con todos este triste réquiem por el alma de doña Mercy Jácquez. Este escrito es un canto de dolor y tristeza derramándose en cada una de las teclas que ha sido preciso tocar para llegar al total de las letras que lo componen.