De regreso de un curso de periodismo en Italia, Julio Guerrero me trajo hace años un regalo de Navidad: un aparato de afeitar con una original brocha a la que se le podía añadir un tubo provisto de jabón líquido. La brocha me recordó a mi padre. Durante años, papá usó una muy similar, que con el paso del tiempo llegó a parecérsele. Tenía la necesidad de afeitarse dos veces al día, la última con cada regreso a casa después de una larga jornada de trabajo.

Cuando su cuerpo, pequeño pero fuerte, comenzó a sentir los embates de la  enfermedad que le llevó a la tumba, solía cortarse con frecuencia. Para combatir la irritación  y simular los pequeños cortes en las mejillas y el mentón, se echaba una buena dosis de loción para después de afeitar, que le dejaba la cara agradablemente limpia como la de un niño. Yo prefería su olor natural a tierra mojada, llena de promesas, que más de una vez sentí en sus últimos años al acercármele para besarle la mejilla de padre triste consciente de su partida próxima.

El regalo de Julio me refrescó en mí todos esos recuerdos perdidos en un arcano pero seguro rincón del corazón más que del cerebro. Por eso, al levantarme al día siguiente cedí a la tentación de usarlo, en la vana esperanza de ver de nuevo su rostro en el espejo en lugar del mío lleno de espuma. Como le solía pasar en la etapa final de su vida, yo también me corté al rasurarme. Cuando él hacía referencia a su barba, que no era sino una oscura sombra sobre su faz curtida por el sol, me felicitaba por el hecho de que a mí no me creciera. Por cansancio, al final, ya ni  se afeitaba, pero su vieja brocha, casi gastada a fuerza de uso, seguía estando allí, en el maltrecho botiquín, como si se tratara de una importante pertenencia.

Aún en los períodos de bonanza, que de cuando en cuando llegaban a mi hogar de familia de clase media baja, mi padre conservó esa brocha, que unas veces llenaba de espuma marca Foamy, de Gillette, o simplemente de jabón Palmolive, que era su favorito y que daba a su piel dura, curtida e increíblemente suave al mismo tiempo, ese olor particular que anunciaba su presencia.  Como no era hombre apegado a las cosas materiales, no sentía necesidad de cambiarla por una nueva mientras la vieja siguiera sirviéndole. Esa falta de interés, en el atuendo adquiría casi visos de desprecio. Su último traje era una confección de la década del 50. Lo usó por última vez, dos años antes de su muerte, cuando acompañado de mamá, hizo un viaje a San Antonio, Texas, donde mi hermano Tilo ejercía entonces la medicina, para un chequeo general que sólo sirvió para confirmar que muy pronto se nos iría.

La tarde su muerte, el 31 de mayo de 1978, mientras abrazaba sus pies yertos en un extremo de la cama sobre la cual mamá lloraba con una dignidad asombrosa, alcancé a ver su vieja brocha, sobre la esquina de la mesa de noche, como esperando por una nueva afeitada suya. Como sucedió con él, no volví a verla desde esa tarde.