El domingo 5 de julio asistiremos a los centros de votación a elegir nuevas autoridades. Como las mascarillas, llamadas a protegernos de un enemigo que no podemos ver a simple vista, la decisión de votar se ha convertido en una moda. En esta ocasión se trata de la moda del “cambio” cuya declarada determinación es poner fin a los 16 años ininterrumpidos de gobiernos peledeístas.

Más que el rechazo a la antigüedad en el mando, en decenas de miles de ciudadanos domina el deseo de poner fin a los actos de corrupción descarados; una cierta conciencia de los desatinos institucionales que solo pueden ocurrir en sistemas vergonzosamente clientelares y prebendarios; la percepción dolorosa del deterioro de la autoridad moral y consolidación de lo que llamaríamos un sistema global de impunidad que horada la confianza ciudadana en la superestructura del sistema democrático.

Por todo ello y la gravitación de muchos otros factores más, no es de extrañar que una fracción importante de la población, quizás electoralmente decisiva, muestre sentirse identificada de manera entusiasta con la posibilidad de un cambio. Si, la inclinación generalizada por el cambio es un hecho, muy a pesar de las grandes realizaciones materiales, económicas y sociales de las administraciones peledeístas.

Lo cierto es que una quimera legítima, provocada por la arrogancia, el distanciamiento soberbio, el dejar hacer y la indolencia de una cúpula partidaria que prioriza las complicidades, los ocultamientos y los sobrecostos de todo lo que hace bajo diversas modalidades de jugosas y multimillonarias comisiones pecaminosas.

Grandes cambios infraestructurales e institucionales han tenido lugar, pero la Administración moral de Bosch, fundador del partido gobernante, parece hoy imposible de alcanzar. Y no solo porque a ningún partido le interese, sino porque también la conducción política de los últimos decenios terminó apuntalando en la conciencia social el individualismo, el utilitarismo, el desinterés social, lo banal y la ignorancia de los procesos y hechos más elementales.

La mayor parte del pueblo dominicano no solo es instrumento de la clase política; es también herramienta de sus propios fines personales, al mismo tiempo que víctima de sus necesidades precariamente satisfechas frente a minorías enriquecidas al vapor con los recursos del Estado.

¿Será una realidad en cuatro años el cambio que hoy nos ofrecen? ¿Cuáles son sus rutas cardinales? ¿Quiénes pretenden servirlo? ¿Será en realidad un cambio de personajes por otros cuyos eximios ejemplos de depredación, cambios regresivos e ilicitudes quedaron tan lejos en la historia que ya no pueden ser recordados por el hombre común que es el votante masivo? 

Otra vez nos ha llegado la hora de pensar nuevamente en todo ello, abrumados de promesas en gran medida incumplibles. Estamos oyendo algo de lo que queremos que suceda sin garantía alguna de que ocurra alguna vez.

La situación nacional que conocemos reclama una dirección fuerte, pero no en el sentido de dictadura. Lo que nos enseña la historia es que solo los gobernantes enérgicos y desprendidos, con firmes convicciones morales y realistas, visionarios y determinados, son los únicos que pueden, al decir de Robert Kaplan, “…justificar los cambios de postura históricos necesarios…” ¿Tenemos ese potencial del lado del cambio y la pretendida modernidad que literalmente se nos vende en estos momentos?

La modernidad debería ser referida a un deseo de romper con el clientelismo depredador que se ha hecho consustancial a la dinámica del sistema democrático imperante. Más allá de una reacción emotiva contra él, deberíamos convencernos de la necesidad de su rechazo consciente. El cambio y la modernidad, dos procesos dialécticamente hermanados, deberían significar celebración del progreso, que es lo mismo que decir negación radical del pasado oprobioso del sistema clientelar y amoral que nos domina.

Pero no tenemos evidencia alguna de que el cambio que se cacarea significaría una ruptura objetiva con el pasado. Nosotros estamos seguros de que augura su continuidad grosera, quizá con algunos alivios forzosos para guardar las apariencias. No perdamos de vista que el cambio y la modernidad se prometen en una situación extremadamente delicada, en muchos sentidos impredecible, y en un país hipotecado.

La gente se tambalea en la cuerda de la promesa del cambio y la modernidad, y la permanencia de lo que tenemos, con sus consabidos grandes baches morales. El actual gobierno es también continuidad del pasado. Lo paradójico es que muchos pretender evitarlo con un voto de aprobación a un grupo amotinado con un nombre diferente en la misma jaula del pasado.

El día cuatro de julio decidiremos en realidad continuar con lo mismo, sin que tenga mucha importancia quien sea el ganador. Por tanto, no será una decisión enraizada en el interés nacional ni en las preocupaciones sinceras por el futuro de la nación. Será la reiteración del predominio de la doctrina que eleva la utilidad y la conveniencia al rango de principios de la moral.

Lamentablemente, en nuestras decisiones electorales vemos algo de una cierta moda sin conciencia, a semejanza de los ruidos nocturnos de las latas, ollas, tenedores y calderos en los apartamentos de las clases adineradas.

Llegó la hora del voto decisivo. ¿Cuáles motivaciones estarán impulsando en ese momento la decisión final de todos nosotros?