Me miró desapasionado, sin mucho interés, como el que contempla una jugada de ajedrez a distancia. Me miró cómo quien reconoce cuál de todas las fichas es y a la vez es muy consciente de que a esa pequeña pieza no la mueve nadie. Sabiendo de antemano que se quedará detenida en una de las casillas del tablero, mientras las demás, indiferentes, le pasan al lado. La inutilidad de mi presencia en el juego es evidente. Soy un peón más sin posibilidad alguna de poner en riesgo al rey y aun así permanezco inmutable. Si por lo menos fuera una torre existiría la excusa de un enroque, pero el peón es un ser insignificante, un paria en medio de la partida.

Estoy plenamente seguro de que hubo enfrentamientos en los que Bobby Fischer o José Raúl Capablanca se mostraron absolutamente apáticos ante un determinado peón y no lo movieron del lugar en todo un torneo. Hay muchas formas de desprecio y los ajedrecistas jerarquizan sus piezas sobre la base de determinados caprichos. No veo razón alguna para no estar como peón delante, en la línea misma de ataque, ¿por qué no salir mejor por detrás del alfil, golpear sorpresivamente al contrincante y así ganar la contienda? Pero no, se me sacrifica en la primera oportunidad. A los peones se les intercambia como reses en un matadero, hay una infravaloración, no se les contempla como elementos a ser tomados en cuenta. El alfil, sin embargo, se ve hasta cierto punto altanero. Se mueve con elegancia, dueño del escenario, corre por las esquinas de los cuadrantes como balas en batalla. Y ¿qué decir de la dama? En ella se paran las aguas. Abarca todo el tablero con sus encantos. Nunca he oído decir que exista alguna discriminación de género con la dama en el juego de ajedrez, sin embargo nadie osa defender al peón por su escaso valor en dicho pasatiempo.

Existen infinitas jugadas donde los protagonistas son el alfil, la torre, la dama o el caballo. Del soldado más pequeño, por el contrario, no hay documentación que sustente su importancia en un momento crucial del juego. La única de la que se tiene referencia es de la jugada más corta de todas, el jaque mate del pastor. Jugada que más que producir prestigio, destaca por la ingenuidad del contrario al ser sorprendido en su candidez. Por lo tanto no me siento orgulloso de ser un peón. Asumo mi papel con el mayor desprecio. Espero en su momento ser llamado al frente de batalla y encontrarme sin ganas de pelear, que muchas partidas se pierdan por mi culpa. Quizás entonces se darán cuenta los maestros del ajedrez que el menos valorado sobre el tablero puede ser el causante tanto de una victoria, como de una derrota.