La corrupción y su hermana gemela, la impunidad, están siendo juzgadas con severidad por la justicia de las calles y plazas públicas.
Han dejado de ser temas de irrelevante categoría para ser uno de los que más preocupan en el país.
El paso hacia delante ha sido extraordinario.
Los gobiernos y funcionarios que sigan, tendrán que reflexionar muy bien sus actuaciones en el manejo de los recursos públicos.
Toca aprovechar el momento para convertir esos temas en cuestiones esenciales del desarrollo y la democracia, y que el pueblo los asuma en esa dimensión. Y, si se da la necesaria unidad amplia opositora, que esa sea una de las bases para un compromiso de Estado que en este aspecto instale un antes y un después.
En el espacio de Acento han discurrido en el tiempo, y desde firmas diversas, un glosario de opiniones que integrarían una línea política y ética de postura frente a la corrupción y la impunidad que vale la pena recuperar.
1.- La corrupción y la impunidad dañan el desarrollo, porque desvían recursos para propósitos de individuos que deberían ser invertidos en la construcción de una plataforma productiva que genere bienes y empleos de calidad, y hagan grande el mercado nacional; lo mismo que en educación, salud, seguridad social, entre otros programas de bienestar general.
Utilizo aquí el concepto “individuos”, no con el sesgo peyorativo que popularmente suele usarse; sino como el resultado en las personas de la filosofía y valores que cimentan el neoliberalismo, que dicho sea, allí donde se impone crea un marco favorable para el “sálvese quien pueda”.
2.- La corrupción y la impunidad dañan la democracia, en tanto desacreditan las instituciones públicas, porque no las impiden, y una vez cometidas tampoco las castigan. Y sin instituciones públicas estables, transparentes, no puede haber proceso democrático que se mueva de menos a más cada vez.
3.- La corrupción y la impunidad dañan la moral colectiva, porque, si no son sancionadas de manera ejemplar, proyectan el mal mensaje de que se puede hacer riqueza mal habida sin que sus beneficiarios corran riesgos de ir a la cárcel; con el correspondiente efecto dañino del mal ejemplo a seguir.
“Ni un paso atrás”.
Como dijo nuestro poeta nacional cuando en abril de 1965 se defendía la soberanía nacional; que es popular, primero que todo.
Estamos en un buen momento para instalar una visión política y ética sobre el “no ha lugar” a la corrupción y la impunidad, que asumida en la conciencia, voluntad y decisión del pueblo, este las convierta en “especie rara”, y cierre el paso a cualquier inclinación a dar lugar a “corruptos preferidos”, provengan de donde provengan.
A ese interés general conviene también que funcionarios de la justicia, políticos y otros sectores, eviten que se pueda generar en la mentalidad colectiva la idea de que lo logrado se debe al impulso que le han dado poderes extranjeros; a los que en realidad para nada les toca este asunto, como ningún otro estrictamente nacional.
Porque entonces no tendría lugar la debida apropiación popular de esa conquista y quedaría a merced de los vaivenes del poder político.