Entró en el amigable recinto multitudinario. Aquí cualquier cosa puede suceder: un huracán de batazos o una atrapada genial. Era el día 13 de octubre y el torneo comenzaba en Santo Domingo.
Notó que había un intenso despliegue mediático. También comprobó la evidente y gran algarabía. Cero dudas: existía una tremenda expectativa. Estaban en el lugar: anunciantes, vendedores, peloteros, congresistas, directivos, mandamases, ignorantes, sabelotodos, inocentes, desafiantes, correligionarios, independientes, comprometidos, concentrados, hábiles, trabajadores, empresarios, marchantas, megadivas, soñadoras, principescas, riquitas, financistas, gastronómicos, periodistas, comerciantes, estelares, hermosas, modelos, lindísimas, angelicales, intrépidas, vendedores, políticos, ingenieros, abogados, doctores, profesionales, sabios, inteligentes, pizzeros, charlatanes, corruptos, incorruptibles, capaces, buenosmozos, fashion girls, fantasmagóricos, relativistas, famosos, científicos, profesores, millonarios, seductores, jevitas, chapeadoras, celosas, revolucionarias, convencidas, burdos, sensibles y más gente todavía.
“Venga gente, venga pueblo”, escuchó en la entrada, palabras que le recordaría los mítines en los ochentas, la década perdida de los economistas. La multitud daría todo por defender a su equipo. Llevan cachuchas, t-shirts y pitos que compiten con el tipo de la gran corneta. Alguno en el left field, no esconde su guante. Espera la posibilidad de que la pelota llegue después de un gran tablazo, pelota que deberá ser autografiada. De acuerdo a su evaluación, lo mejor de la noche y lo que más lo conmueve: la pizza, el hotdog, se corren las bases y las chicas bailan al ritmo de cada jugada. El ambiente es fantástico para todo el mundo, incluyendo a los bateadores. Entrenados pitchers lanzan indescifrables sinkers –Greg Maddux tenia uno mortífero–, screwballs –Fernando Valenzuela era un maestro– y rectas como las de Bob Feller, “bullet bob”, pitcher de los Indios de Cleveland.
En la conversación anterior con su más cercano amigo –que había sido centerfield en un viejo campo del Cibao, entre pollos y platanales– habían quedado de encontrarse en la apretujada zona de palcos. La misión: ver a Los Tigres del Licey. Querían comprobar el funcionamiento de la maquinaria del equipo azul. El conjunto tenía que demostrar si en esta temporada se ostenta un talento y una fortaleza capaz de derrotar a cualquiera e ir a la final.
Al parecer, la primera carrera del Escogido fue la manifestación de una sospecha inevitable: con la preclara visión de sus ejecutivos, el equipo rojo ha hecho un gran esfuerzo por dotarse de buenos jugadores: pitchers importados y bateadores bien pagados. Nota sin drama: el salario mínimo de un jugador fluctúa entre 60,000 a 70,000 para unos, y más para los más “consagrados”. Resultado: una nómina que va hasta los 100 millones de pesos aunque todo permanece en un interesante secretismo.
Su padre –por allá por la década de los sesentas– había escuchado los partidos de Bob Gibson (HOF) y de Juan Marichal (HOF) y había seguido a Mickey Mantle (HOF) y a White Ford (HOF). En el video que había visto el día anterior, Joe Dimaggio (HOF) –el Yankee Clipper, esposo de Marilyn Monroe– había dado un descomunal home run. El palo impresionó a todo el mundo: en verdad había sido estratosférico. Le pareció que Carl Yastrzemski (HOF) –preservaba una postalita del astro de Boston Red Sox como una reliquia invendible– tenía la misma fortaleza en el plato que cualquier Babe Ruth o David Ortiz.
Como la mayoría, quería hacerse rico de la noche a la mañana, pero se dijo que no apostaría un solo centavo en la banca de la esquina: más que todo quería sentir la emoción de un juego que se convirtió –desde antes de mediados de siglo– en el pasatiempo preferido en el país.
Contemporáneos de Juan Marichal (HOF), Pedro Martínez (HOF), y Vladimir Guerrero (HOF), los dominicanos entenderían que sin pelota todo era inconcebible. No tener béisbol sería como una especulación sobre la no existencia de la tierra o el descubrimiento de algún truco de David Copperfield: algo casi imposible de descifrar como la desaparición del elefante que David hace en Las Vegas.
No menos analítico que Peter Gammons, pensó que Dave Winfield (HOF) tenía un brazo que era una bazuka y un gran bate. Era cierto: el slugger había terminado su carrera con 465 jonrones y 1833 impulsadas. Entendió que en buen dominicano era lo que se llamaba un “caballo”, ganador siete veces del guante de oro y ahora miembro de Cooperstown.