La visita de Francisco a Turquía ha recibido gran atención. Sus declaraciones a favor de la libertad religiosa y contra los extremismos y el terrorismo han sido formidables. La simpatía que este Papa despierta se refleja por todas partes. Cualquier excepción confirmaría la regla. Pero tales excepciones no proceden por lo general de los 800 millones que se identifican con confesiones protestantes o evangélicas. Sería necesario acudir a grupos marginales o independientes de ese sector que coinciden con la abierta oposición de un sector ultramontano (extremadamente opuesto al cambio) dentro del catolicismo.

La más difundida revista evangélica, “Christianity Today”, ha dedicado elogiosamente su número de diciembre al Obispo de Roma. Ya esa publicación había destacado un editorial que sorprendió a muchos al afirmar: “El es también nuestro Francisco”. Desde el principio, el lenguaje del antiguo Cardenal Arzobispo de Buenos Aires ha sido amoroso y de acercamiento hacia otras comunidades eclesiales y religiones. No ha utilizado expresiones que denoten superioridad sobre otros cristianos. Ha respetado también a agnósticos y ateos.

En poco tiempo, la popularidad del nuevo Papa y su penetración en los medios de comunicación masiva son mayores que las de sus predecesores. Y entre los no católicos el nivel de aprobación de Francisco es superior al alcanzado por el muy notable Juan Pablo II, canonizado recientemente. Debe aclararse que, a pesar de eso, los niveles de aprobación o de rechazo a la Iglesia Católica, o a la religión en general, permanecen en los mismos niveles, así como que sigue avanzando el secularismo en Occidente.

Las diferencias teológicas entre cristianos son muchas y sólo permiten unidad dentro de la diversidad. Aún en un ambiente de convivencia y entendimiento, renunciar a convicciones enraizadas es un asunto complicado. Todos creen que su fe es la verdadera. Pero mucho puede lograrse cuando se renuncia a imponer esa fe a otros mortales.

No debe existir confusión. El Papa Francisco afirma las mismas doctrinas que el catolicismo ha ido formulando o definiendo a través de los siglos.  Pero su búsqueda de soluciones pastorales a problemas humanos merece reconocimiento. Por siglos se han emitido juicios severos sobre la conducta humana, a la vez que se han ocultado o minimizado las inconsistencias y contradicciones de laicos comprometidos y eclesiásticos.

Durante la investigación para un libro, “La Pastoral del Divorcio en la Historia de la Iglesia” (Editorial Caribe, 1988), encontré tantas de esas contradicciones en el tratamiento del divorcio y el nuevo matrimonio de los divorciados, desde los primeros siglos de la Era Cristiana, que llegué a la conclusión de que la única forma de tratar esas situaciones era mediante soluciones pastorales. Una estricta escolástica no puede aplicarse inflexiblemente mediante el casuismo, la manipulación de datos históricos y el ocultamiento de realidades de la condición humana.

Pero el tema del divorcio es sólo uno de los problemas que enfrenta la Iglesia romana y el cristianismo en general. A Bergoglio le ha tocado encabezarla en una época de cambios. Su gran meta parece ser promover una ortodoxia con rostro humano.  Desconozco si eso será posible. Hay muchos obstinados en evitarlo. Temas como el celibato obligatorio, el trato a los homosexuales y el rol de las mujeres en las estructuras eclesiásticas no pueden compararse a asuntos del pasado como cambiar la liturgia mozárabe por la latina en la España medieval o los ritos de Semana Santa en fecha más reciente.

Llevar a cabo una reforma total sólo sería comparable a la casi imposible tarea de unificar a la comunidad cristiana, de la cual los católicos son algo más de la mitad, aun aceptando metodologías no demasiado científicas en cuanto a cifras reales de profesión y práctica de la fe

Pero Bergoglio ha sido más abierto al cambio que el propio Juan XXIII, que convocó el Concilio Vaticano II y es considerado una figura fundamental en la historia del ecumenismo.  Como se señala en la prensa protestante, sumamente favorable, el Papa actual ha avanzado más que sus predecesores, aunque pensar que todos estarán de acuerdo con ello sería perder el tiempo. Y mucho más lo sería imaginar un cristianismo monolíticamente unido en un mundo cada vez más pluralista y diverso.

Lo que une a creyentes y no creyentes es precisamente la condición humana, mucho más real que mitologías y ocultamientos heredados de épocas remotas. Escuchar serenamente las críticas, por severas que sean, sería un buen ejercicio para evitar errores y pecados, aunque no es correcto, ni justo, centrar tales críticas en una sola estructura religiosa. También sería impropio dejar de reconocer las muchas contribuciones que se deben a la Iglesia.

A pesar del nuevo Papa y la nueva época, la imagen del catolicismo sigue lamentablemente empañada por las increíblemente altas cifras de clérigos y religiosos pedófilos y el recuento de escándalos en las finanzas de la Iglesia. El mensaje para la Iglesia católica y las otras comunidades de fe pudiera resumirse con las clásicas palabras: “Basta ya”.

Ahora bien, el buen Papa Francisco ha demostrado estar dispuesto a enfrentar retos. Y somos muchos los que deseamos lo mejor para este gran líder espiritual que ha dado indicios de haber desterrado de su vida la arrogancia y el ansia de supremacía que ha caracterizado a muchos colegas suyos, dentro y fuera del catolicismo y el cristianismo.