Se nos fue un poeta de corazón. Se nos fue José de la Rosa el pasado día 23 de este fatídico mes de noviembre. Hay algo más que dolor en esta partida inesperada y abrupta. La naturaleza ha impuesto su ley soberbia. Nos deja sin más opciones que una moral sin dogma, obligada a la renuncia. Se fue el poeta del final del otoño, del recuerdo del proceso de impeachment de la America’s First, dejándonos un rastro de lluvia salobre y ventosa desnudez.
Hace más de tres décadas que lo encontré al gran poeta en esta ciudad, cuando éramos más inocentes, más jóvenes, más humildes y más aguerridos. Cuando teníamos ganas de triunfar en el extranjero. Cuando nos dolía menos serlo. Era la época de finales de los ’70 y principio de los ’80.
Nos conocimos en aquel retazo del mundo que ya no existía en la isla. Persistía el telón de fondo de la Poesía coreada y el de los clubes diezmados en el país por la globalización de la politiquería. Nos unió la nostalgia y saboreamos el acuerdo ambiguo de conformarnos con la inefable y venturosa Green Card. El mito de una legitimidad nacionalizante le resultó asqueante. No se inclinó por ofender la decisión de los héroes de un naufragio sin pausa ni fiestas.
Nunca se dejó convencer por un completo desarraigo. Era tan apegado a nuestras raíces, a pesar de que a sus regresos se limitara a las paradojas traicioneras del impacto literario. Cuestionaba con seriedad la transacción normal de salvar nuestro exilio, sometiéndonos a la ley de ciudadanía de la opresión risueña. Da risa el pragmatismo apátrida de la supervivencia.
Vivía fuera del país visitando el mito de la desaparición del que nunca fue real. Forzosamente aceptó esa realidad y se fue atrincherando en una franja de Gaza de tristezas y alegrías agridulces. Creo que siempre se sintió exiliado de esta clase de vida sospechosa. Nunca jugó plenamente con la ironía del llamado American’s Dream y mucho menos con el de la extraña broma del Dominican’s Dream. La destrucción de los restos de la democracia cercenaron las opciones. Nos pusieron parcos, cuando echó raíces un oportunismo heroico y nefasto.
Después de recíprocas presentaciones, durante el continuo encuentro, me pareció que ya nos conocíamos de toda la vida. Su actitud frente a la consagración de la crisis y la institucionalización de la falsa democracia me convenció de que el poeta de La Victoria era uno de los nuestros. Su obra poética, su teatro, su gestión cultural y su vida, comulgaron con la verdad de un humanismo libre y redentor que se se adaptó al pesimismo y a sus presagios.
Fue , sin duda, un gran ser humano, en el buen sentido de la palabra. Venía de un pueblo llamado La Victoria, lugar donde también había una cárcel de “máxima seguridad”, donde fui a parar por un error de apreciación de la Policia Nacional contra la poesía bisoña del panfleto y el romance, después de una protesta estudiantil. Siempre le preguntaba a José cuándo volveríamos a La Victoria. Su silencio me asombraba. Me atraía aquel nombre y sobre todo, aquel pueblo derrotado que ostentaba un triunfo colosal y vanidoso. Hablamos de su padre, de su infancia y de su hermana del Bronx, lo que nos permitió coincidir algunas veces en esa tierra promisoria.
Fue padre y madre de su obra literaria. Fue el abuelo de los sobrinos del exilio. Fue huérfano fiel a la utopía de un mundo libre. Fue fiel a su legado, a sus amores, a su familia y a sus amigos. Fue coherente con sus metas. Su obra es un regalo de la diáspora para las diásporas del mundo.
Con el tiempo desarrollamos amistad con amigos comunes. Sí la cantidad es muy grande, puedo mencionar, entre otros seres queridos, a su último amor, Tonia León, a su ex compañera, Margarita Drago, Juana Ramos, Yrene Santos, Carlos Aguasaco, Sergio Androcholi, Carlos Velázquez y otros más que llenarían esta página, cuando un temor se convirtió en una preocupación colectiva, deseando que aquello fuera un augurio falso.
Durante las últimas dos décadas hicimos algunos viajes literarios y culturales que afianzaron nuestra amistad y la de otros compañeros. José de la Rosa fue percibido como el amuleto de una amistad que cohesionó el colectivo con nuevas y futuras esperanzas. Compartimos en eventos, talleres, recitales, hasta que el último 23 de noviembre del 2019 fue el final de la estadía.
Su presencia y su extraña ausencia se han transformado en el deseo de retener su memoria. Debemos evitar a toda costa que se convierta en la carne de un cañón doliente, al explotar su vigencia, a costa de su muerte. Recuerden que a él no le gustaría que lo canonizaran sin su permiso para crear un culto al adiós. José no puede defenderse del mercado cultural, ni de la nostalgia del amor libre. En vida se cuidó del desconcierto de la pos modernidad, como de la metamorfosis de un sistema autocrático que nos convirtió en cómplices de nuestra propia ausencia.
Paz a sus restos y amor a su obra para que llegue, por lo menos, a la biblioteca nacional de su pueblo natal y a la feligresía de la cárcel emblemática que sabotea el olvido. En nuestro país la diseminación de la cultura es un misterio controlado por el oficialismo, como también duele la misma ausencia en el mundo académico norteamericano. Es imperativo un debate abierto, sin politiquería ni oportunismos para beneficio recíproco. El futuro de la cultura también depende de nosotros. Eso sí haría feliz al poeta de La Victoria. Que sea un tema de la pluralidad de la cultura. No del capricho autocrático de la impunidad cultural. Falta una hermandad de intereses comunes, institucionales, personales y privados. Un amor fiel al auto desarrollo nacional. Para muchos de los que nos acompañan, el síndrome del olvido de Jacques Viau, el poeta de la isla, no está en la sábana. José fue un poeta afortunado. Lo lloramos de manera pública. Nunca tuvo vergüenza de donde venía ni arrogancia de su exilio. No tenemos que rescatar su memoria de ningún olvido. Murió, a destiempo, atado a la nacionalidad que deseó mantener, auque se abrazara con determinación al fulgor de un internacionalismo democrático.