La lucha política y la intromisión de la naturaleza con espacios para las casualidades con rango de categoría histórica, fueron perfilando y desperfilando una hoja de ruta sin horizonte definido, con colisiones, asomos de armonía, pandemia y desencuentros que dieron características a un proceso electoral marcado por los tumbos que dejaban sin certidumbre a actores pasivos y activos; a observadores superficiales y a los que haciendo uso de herramientas científicas, se han colocado, con sus tradicionales pronósticos, cerca  del desenlace.

Un cóctel que mezcló, desde los complejos de inferioridad que llevan al resentimiento que conduce al odio donde se fraguan las mayores torpezas, hasta las luchas por espacio del poder económico, con, además, una explosión de anhelos de ascenso político alimentado por una larga espera o un deseo de cambio de estilo, o cambios profundos cimentados en el sincero impulso por acometer cambios estructurales que dieran un giro al modelo de gestión de la administración  pública, o la moda que arrastra, o el síndrome del matrimonio largo atrapado en una monotonía que desemboca en lo existencial, impulsó el cambio de ciclo.

Su incubación, sin embargo, fue el producto de la copulación incestuosa en una reforma constitucional (y el intento de otra) surgida del seno de un mismo partido (la misma familia) con el propósito único de prolongar el mandato del ocupante principal de la casa de gobierno, obstinado en la eternitud de su mandato, por aquello de morir bajo el goce que le provocan las facilidades que el gobierno pone en sus manos para “la maldad que se puede hacer desde el poder”, confesión no tan íntima que revela las penumbrosas entrañas del sujeto, y explica las movidas despiadadas, y sutiles, que llegó a desatar contra el objeto de su patológica fijación.

El estupro, una vieja manía republicana,  se ha consumado 39 veces en 15 períodos para seguir mandando o mandar sin mayores obstáculos, como forma de imprimir a la administración el distintivo sello de la personalidad y carácter del “reformador”. Las acometidas violentas han asumido esa condición porque nunca aquellos cambios fueron inspirados en el deseo de ajustar el contrato de la sociedad a las nuevas dinámicas que marcan la cotidianidad comunitaria, ni el producto de demandas colectivas, sino de lo que he afirmado: la perpetuidad.

El incesto no fue consentido, fue el producto de un despojo de derechos consensuados en los 16 puntos de Juan Dolio, precedidos por un marco de desconfianza que se comenzó a crear a partir de los primeros meses del 2012, cuando la “denuncia” de “el maletín lleno de facturas”, que continuó con la extraña llegada de un capo, seguida de la taza de café tomada en la casa de la madre de la diana de quien luego se visitaría para la simulación de un abrazo, y otras mascaradas siniestras o golpes de mano diseñados para asestar el puntillazo.

Pero no pudo colocar la cereza al helado porque aquel complejo de inferioridad (el “yo lo hice mejor que él”, el “yo gano” sin ser candidato…) convertido en resentimiento, llegó al odio que nubla la razón, por ello la batalla frente a un congreso militarizado, el timo a sus compañeros de grupo para impulsar, mediante un fraude electoral, un producto sin valor político alguno con la idea de humillar a su rival interno, condujo al nuevo ciclo que iniciamos.