Avisaron que andaba en Santiago trabajando una nueva producción, cuando el tono negro de su hermosa piel dejó de tornarse con la luz del sol picante y el ritmo de su cadencia.
El Caballo Mayor se detuvo. Se encontraba por ahí, por el Cibao cabalgando su faena y dijeron que la muerte lo sorprendió. El aviso nos dejó perplejos, ¿cómo va a ser? Si ni la COVID-19 pudo con él, regateábamos por las redes la veracidad del hecho.
Su quietud eterna nos abrumó a su familia, el pueblo dominicano. No había cabida en nuestras mentes para imaginarlo estático.
Extendimos cuanto pudimos la negación, hasta que lloroso, minutos después, su hijo Jandi lo confirmó en los noticieros. Con las lágrimas de su vástago corre el caudal del duelo nacional, que no sabe estarse quieto ante la noticia. Quisiéramos ir a consolarlo. Quisiéramos, al movernos de un lado a otro, revertir lo ocurrido.
Instintivamente agarré mi cartera. Como si tuviese que irme de prisa a algún sitio porque Juan de Dios de Ventura Soriano había fallecido. Apagué la computadora y dejé de trabajar. Ese miércoles por la tarde se nos partió la semana y el corazón por la mitad a cada dominicano.
Sentía que algo tan grande como el Pico Duarte ya no estaba parado sobre la isla. Que ni las olas de nuestras playas o nosotros tendríamos en lo sucesivo al que marcaba la clave del ritmo en esta isla. Como todo ser que nace, crece y se desarrolla, Johnny Ventura se nos fue. Tenía ochenta y un años; como lloramos y como sufrimos, bururún barará.
El merengue es algo más que un ritmo de baile para los dominicanos.
Hace algunos años estábamos en una fiesta de Navidad de nuestra oficina. Sonaba Capullo y Sorullo. Uno de los socios, de nacionalidad estadounidense, nos miraba complacidos bailar a asociados, secretarias, mensajeros y paralegales.
Me dijo, mi papá bailó swing en la Segunda Guerra Mundial, yo bailé twist en los sesenta, mi hijo baila otra cosa (new wave). El pueblo dominicano baila junto.
Johnny Ventura fue un renacentista de la dominicanidad, la llenó de libre movimiento y luminosidad. El hombre robusto que reposa, sin que pareciese cansado, fue un artista de un carisma inédito y también un ciudadano socialmente responsable. Se necesitarán muchas fundas de carbón para escribir en las blancas paredes de la vida la magnitud de su impronta y legado.
Nací dos años después que La Agarradera (1962), me arrulló la leyenda de ese debut musical en las anécdotas que me contaba mi mamá.
La causalidad entre la muerte del tirano y el surgimiento del merenguero es un nexo comprobado. Mi mamá no era socióloga, pero tenía la autoridad de lo vivido por treinta años de dictadura. Era definitiva cuando decía, que ese merengue lo cambió todo.
Desde ese primer canto, Johnny Ventura llevó a cabo una transformación cultural. En su figura pública nos queremos ver reflejados el pobre, el rico y el clasemediero. Gente carismática y laboriosa, pero no menos alegre, cumplidora y solidaria. Es la manera en que él nos permite vernos. Mientras los autoritarismos nos empequeñecen, el Caballo Mayor nos engrandece.
Internacionalmente reconocido como el rey del merengue, Ventura fue un monarca constitucional de la búsqueda de su felicidad. Del chiste (Ah, yo no sé, no) a la lucha (Mamá Tingo), nos perfiló con gracia, gallardía, al tiempo que nos comprometió a la autenticidad en nuestras relaciones interpersonales.
Qué lindo debe sentirse, a pesar de las circunstancias, su compañera de vida, la señora Nelly Flores. Para ella, sus hijos y el resto de su familia, nuestro abrazo.
Johnny Ventura se mantendrá más allá de la vida en la conciencia rítmica del ensayo democrático, que se lleva paso a paso, como el baile del merengue. Todo intento de atadura que insista en volver a sujetarnos a designios individuales, serán desatadas con las actitudes particulares que compartimos. Esa otra clase de agarradera no la vamos a bailar.
El compositor nos obsequió una idiosincrasia tan fácil de asimilar como efectiva. Somos gente con un no sé qué y un qué sé yo, esto es, de gran fortaleza, talento y resistencia. Y esto es bueno, Que Se Sepa.
La alegría es un recurso y Johnny lo sabía. Así, por ejemplo, nos puso a cantar en creole. A celebrar el folklore de nuestros vecinos sin prejuicios. Luisito kabobí (mepao), Prudi bobiné (mepao), Anthony kabobí (mepao), Pablito bobiné (mepao) cantamos en el dialecto haitiano.
Sabía que las personas de este pueblo, sin haberes o con ellos, podían sonreír juntos si descubrían que por igual fueron carajitos(as) sin nada o con algo que, cuando eran chiquitos, jugaron musa tataramusa.
Había en casa de mis padres una foto en la que nos vemos mis hermanos y yo de niños viendo a Johnny Ventura en Rancho la Cumbre. Iba a agregar que estaba Johnny en la flor de su juventud, pero en este caso no aplica. Ventura siempre fue jovial en apariencia y espíritu.
Al lado de mí en la foto, está sentada mi amiguita Mary Pily Ripoll. No tendríamos ni diez años. Hicimos primaria y secundaria juntas y casualmente coincidimos en esa actividad. Mi amiga de toda la vida me reclama esta semana que nunca la ha visto. Tendré que rescatarla entre los cajones de fotos que nos dividimos los cuatro hermanos.
Sin embargo, tengo fotografiada en mi mente la escena. Ella vestida con blusita de poliéster con florecitas; yo con un pantalón hecho de parchos. Ambas, como Johnny, al último grito de la moda. Él cantaba con sus pantalones campana y sus patillas largas a una gran audiencia de padres, abuelos y niños en un pasadía bailable.
Ripoll sí conserva una espectacular foto reciente junto al Caballo Mayor que acompaña este artículo. Mi amiga de infancia me representa en esta crónica con su no sé qué y su qué sé yo junto al cantautor, ya que nunca me tomé una fotografía con Johnny. Así, con su nombre de pila le decimos al merenguero, gracias a su regalada proximidad. Esto permite a miles de dominicanos esta semana mostrar fotos como la de mi querida amiga.
Al Caballo Mayor lo disfrutamos en vivo y en la televisión dominicana por décadas. Cada dominicano puede contar alguna anécdota festiva. Mi baile favorito con su Combo-show ocurrió en 1973. Estuve al ladito del artista en una gran fiesta el Club Naco.
Ese día, ¿con quién me volví a encontrar?
Tal parece que Raymundo y Milagros Ripoll, lo mismo que Guaroa y Amanda Noboa, en paz descansen los cuatro, no se perdían una fiesta con Johnny Ventura, y se llevaban hasta a sus hijas más chiquitas a las fiestas de salón. Eso pasaba en cada casa de familia.
A diferencia de nuestras hermanas teenagers nadie nos iba a sacar a bailar. Éramos unas bebés todavía. Pero tuvimos una mejor idea. Ripoll, otra amiguita del curso que encontramos allí, Olga Celina Román y yo, así como otros niños que hicieron lo mismo, nos pusimos al lado de la alineación formada por Johnny, Luisito Martí, Anthony Ríos y Pablito –barriga- Cruz, para bailar con ellos El pingüino. No tendré una foto, pero el bailao nadie me lo quita.
Esa imagen la llevo en el corazón. El LP El Pingüino, fue mi regalo de cumpleaños número nueve ese año. La semana que viene completo otra vueltica alrededor del sol. Convocaré a mi entrañable Mary Pily y otras jovencitas de espíritu en alguna una tarde de agosto, para repasar los pasitos de pingüino y celebrar la vida de Juan de Dios Ventura Soriano.
El arte de Johnny Ventura se queda en nuestra piel, en nuestro sentido del ritmo y de la justicia. Vivirá por siempre. Encontraremos algún patio donde preservar la sana distancia, así como la alegría de ser de aquí cantando Si vuelvo a nacer …
Cuando salió el merengue Cabo e Vela (1977) mi papá me contó ese buey de Cambronal con ese nombre del que trata la canción, en verdad existió. Una historia que escuchó de niño y por eso le encantaba ese merengue con una formidable melodía de saxofón.
Contaremos a los dominicanos del futuro que hubo otro animal de rancho como Cabo e Vela que jalaba mucho. Que supimos con tristeza de qué murió, pero, a diferencia de Cabo e Vela, al Caballo Mayor nadie se lo pudo comer jamás.
Hasta siempre Johnny