A partir de las declaraciones del famoso novelista Junot Díaz a la prensa, surgió un debate en baja frecuencia que cuestiona no ya su nacionalidad –asunto por demás jurídico –sino su condición de intelectual. ¿Se es intelectual por escribir literatura, impartir docencia y apelar a heurísticas, o debe producirse algún saber reflexivo, revolucionario en el sentido latino de desenrollar o desarrollar un documento, abrir nuevo pensamiento a partir de la crítica a los establecidos?
Lo que define la “condición” de intelectual es la producción de saber. Todo saber es siempre crítico. Pero, ¿es la intelectualidad una condición? Para responder a esta pregunta debemos situarnos en las coordenadas de la lógica de lo necesario. Aquello necesario pero no suficiente para la condición intelectual: el conocimiento. He aquí la limitación, por ejemplo, de la visión Gramsciana de Intelectual. Es en el carácter transformativo del saber donde es posible que el conocer se cuestione a sí mismo. El conocimiento, pues, como territorio y el saber como criticidad completarían -para seguir en el plano de la lógica- la condición suficiente y necesaria al concepto Intelectual.
Un saber se fundamenta en el permanente cuestionamiento de un conocimiento que, de lo contrario se cosificaría. Algunos sujetos, autodefinidos intelectuales, han deificado un conocimiento inamovible y único, lo que, no sólo los distancia de la definición que aquí se propone, sino que también los enreda en metonimias y tautologías servidas al gran público a través de los medios como, producción intelectual, cuando en realidad es mera repetición de cánones muchas veces anacrónicos.
En el otro extremo están los individuos con un discurso polidireccional que no terminan de territorializarlo, no manejan un conocimiento que les permita organizar su saber. Estos individuos son como barcazas sobre mar ondulando sin puerto alguno. Se pueden categorizar en dos tipos: los que pululan en los eventos recogiendo fragmentos de discursos ajenos e incomprendidos, y aquellos que en los centros académicos, de tanto repetir por años el mismo decir, terminan atrapados en el conocimiento cosificado.
Los debates, por tanto, a cerca de la intelectualidad han quedado entrampados en la apelación a la autoridad de sujetos y “saberes” viejos, atosigados por los citismos pero distantes de la reflexión (no estamos en contra de las citas si éstas están debidamente referidas y contextualizadas). El intelectual al uso está encartonado en su “saber” y no deja espacio para la discusión y el cambio.
Así, sujeto que quiere liquidar su propia historia, algunos “intelectuales” han asumido como “postura crítica” e impostura práctica la negación de toda tradición. Como si fuera posible su solipsismo de dios mostrenco trasponiendo el caos con su verbo creador. No es posible un pensamiento crítico al margen de discursos anteriores, ni el acto creador sin una estética precedente que seguir o transgredir.
En esa misma línea, se verifica un cierre, una clausura a la posibilidad dialógica que exige todo debate y se niega la disensión necesaria para un saber propio y una tradición que articulen el territorio para el desarrollo de otros saberes. El mito de un conocimiento sin fisuras hace imposible la discusión del papel del intelectual, porque primero hay que discutir la propia “condición” basada en la premisa de sí se da el conocimiento entonces hay intelectualidad, lo que como ya hemos señalado es condición necesaria pero no suficiente, sin la criticidad de un saber en movimiento.
El escritor de alquiler, discursando con ideas prestadas, muchas veces forzando paradigmas y conceptos que no se adecúan al objeto bajo análisis, tiene ante sí, ante su mirada “crítica de intelectual”, el primer desafío: asumir una metacrítica al conocimiento de donde parten sus propias reflexiones, asumiendo un marco conceptual que sólo fluctúe por los cambios de paradigmas y no por factores externos al saber que se supone ostenta. Todo saber abierto debe ser crítico y criticable.
Se puede producir ficción con más o menos éxito, empero esto no es patente para invadir, usurpar espacios. En esta época de lo vacuo y evanescente, de literatos electrónicos, poetas FB e investigadores copy-paste, el intelectual, el pensador pasa a ser un extraño de muy poco acceso mediático, que sólo llama la atención con la muerte o, lo que es lo mismo, con el coqueteo con el poder diseminado en los mercados de productos-candidatos.
Si eres parte de una sociedad sin bordes, y logras producir algún “bien” de consumo masivo, si tu decir acomoda a una u otra orilla del poder, entonces es probable que te coloquen tu etiqueta, pero, oh paradoja, nunca será suficiente si no hay pensamiento transgresor donde sustentar tal semantema.