A partir de 1777, bajo el Tratato de Limites de Aranguez,  se estableció que en la isla de Santo Domingo deben convivir dos naciones: Haití y República Dominicana. Ese acuerdo rodó por las aguas del  río Altibonito cuando en 1801 las tropas de Toussiant L’Ouverture ocuparon la parte española de la isla. Desde entonces, las tropas invasoras marcaron en la conciencia de la nación haitiana un único propósito: “La Isla es única e  indivisible” y la parte que comprende el territorio dominicano, debería ser una colonia de Haití, cuyos gobernantes jamás se han dado por vencido de que además perder una prolongada guerra contra los dominicanos, tenemos culturas totalmente diferentes. De ahí que la liberación del yugo haitiano más que un asunto de moral, significa para la nación dominicana, una contundente defensa de la cultura.

En Nueva York, he  tenido varias discusiones con haitianos de notable educación que abiertamente  me han expresado que la Isla es una e indivisible. Para ellos, los dominicanos padecemos de prejuicios raciales y desconocemos nuestros orígenes; y que no tenemos según ellos conceptos definidos de nuestra identidad. No se inmutan en decirnos que nos sentimos acomplejados porque según ellos desconocemos  nuestros rasgos de la  herencia africana. Hasta han llegado a decir que los dominicanos   negamos nuestro pasado africano. Hundidos en  sus tragedias como nación carente ya de Estado, los gobiernos haitianos han visto a la República Dominicana como la tabla de salvación de sus repetidos fracasos.  A todo esto se agrega que un sequito de intelectuales dominicanos que embriagados aun de ideologías fracasadas pasan al otro bando por sentirse conquistados con los fracasos históricos de la revolución haitiana; estos sietemesinos alegan  la falsa creencia de que el invasor abolió la esclavizad.  Nuestra nacionalidad no se ha conformado en la rotunda africanidad con que se intenta cubrirnos de falsas bonanzas de pueblos salvajes,  traídos a nuestro territorio.

Haití es sencillamente  un vecino que si tuviese  una  columna vertebral ya nos hubiese anexado como una provincia subyugada bajo el azaroso látigo de la ideología de negritud. Si algún dominicano difiere  de esta certera apreciación  no  hay dudas  de que desconoce las infamias que contra el pueblo dominicano ha desplegad la chancillería  haitiana   durante más de dos siglos. Las cosas han empeorado para la nación Estado dominicano, visto por Canadá, EE.UU. y la comunidad Europea, como si la única solución viable fuese unir a las dos naciones, bajo un mismo Estado. ¿Por qué los EE. UU desplegó barcos de guerra en la costas de la Florida para evitar que los haitianos en masa llegaran a su territorio? ¿Por qué entonces, los EE. UU permitieron el éxodo masivo de cubanos embarcados desde el puerto El Mariel? ¿Por qué los EE. UU aceptaron en su territorio más 100,000 refugiados de Kosovo, durante el desmantelamiento de Yugoslavia? ¿Por qué Senegal tuvo el derecho de expulsar a miles de nigerianos de territorio? ¿Por qué a los dominicanos se les impide hacer cumplir nuestras leyes migratorias?

La lengua española ha sido el órgano espiritual  en que se ha escrito la  historia del pueblo dominicano.  Es nuestra lengua que nos une como nación; nos hace degustar el agrio vino del plátano; nos facilita describir  el aroma del café; nos hace cantarle décimas al tupido cañaveral; podemos plasmar en todo su esplender el grito de las guazábaras dispersas en todo el Sur profundo; hasta oír a lejana distancia el piar de la cigua colgada de una palma real.     Es nuestra religión que nos une con  el pensamiento racional y civilizado del planeta.  Por ahí alguna escribí: “A pesar de todos los agravios nacimos con le privilegio de sonar; hablamos el idioma de los dioses”. Esa resistencia a perder los cimientos de su cultura; ese rotundo rechazo a la imposición de otra lengua, es lo que define al Ser dominicano.

`Una vez fui invitado a la Universidad Stony Brook para formar parte de un panel de literatura y entre los exponentes había una profesora dominicana  de apellido Herrera que no tuvo reparos en  proclamar en un único Estado la unión  definitiva  de República Dominicana y Haití.  Desde entonces, he llegado a la conclusión de que una gran mayoría de dominicanos son engañados por las lucubraciones de pseudos intelectuales y académicos que han interpretado las diferencias entre ambas naciones con palmarios prejuicios; venden a precio de vaca muerta el paradigma de que la revuelta de negros de 1804 como la mas reivindicado América Latina.

No descarto que un vendaval  de críticas y que un rayano desprecio desaten esos intelectuales que han  falseado  los hechos de la  guerra dominicano-haitiana con notable perversidad. Con los limitados conocimientos de  la historia que  nos separan definitivamente de Haití, no vacile    poner en tela juicios los ofensivos argumentos de la atrevida y hasta ofensiva presentación de la profesora  Herrera. Recuerdo que ella se apertrechó en esa capilla de intelectuales que durante décadas han vendido al mejor postor que la supuesta revolución dominicana que ellos han pregonado tiene sus raíces en el genocidio efectuado por los esclavos sublevados de Haití.  Los resultados de aquella masacre de blancos y mulatos están ahí. ¡Los negros de Haití mataron a la gallina de los huevos de oro! ¿Qué pueblo ha sobrevivido  después de que elimina sin contemplación su aparato productivo? Haití más que cualquier otro pueblo del hemisferio occidental ha cargado con un repetido arsenal de fracasos; de inseguridad  y de la calamitosa  impotencia como Estado.

De ahí la critica brutal hacia   los que  llegamos a la conclusión de que los cimientos de la nación dominicana están en peligro; no tenemos miedo a denunciar la política  de los  “internacionalistas”; el chantaje de las 145 ONG que operan en todo el territorio nacional como agentes larvarios, infestando a su paso los cimientos de la Soberbia dominicana.  Ya estamos prevenidos de que  un  aluvión saldría  a su encuentro con la posición firme que exige la defensa de la nación.  No es descartable que  la infamia haga que  nos señalen como resentidos por haber dejado la Isla.    Ya   estamos cansados de que los haitianos nos hagan culpables de su tragedia; no podemos continuar aceptando sus crisis, sus miedos a enfrentar su destino, su inestabilidad; ellos tiene que aceptar que el desmantelamiento acelerado de su nación no responde en modo alguno a la culpabilidad de la nación dominicana.  Es inadmisible que sigan hostigándonos  en los mentideros internacionales, como la nación que tiene que responder por  los enormes fracasos del Estado haitiano.  En cualquier nación representada por un gobierno honesto no daría medias vueltas en expulsar de sus territorios a estos agentes larvarios, disfrazados de falsa  humanidad.

La nación  haitiana se encuentra desperdigada por la falta de responsabilidad de un Estado a merced de la ayuda internacional; un Estado que no ha podido mantener en su propio territorio a un pueblo supeditado a las limosnas de las grandes potencias cuyo plan inmediato ha sido que ambas naciones se unan en un sólo Estado bajo el arbitraje de una agencia internacional. Así, la riqueza del pueblo dominicana se convertirá en  una piñata en las arcas del neo-liberalismo. A las potencias extranjeras les vale un pepino  las abismales deferencias de lengua, religión y costumbre de ambas naciones. Lo peor del caso es que la marejada de haitianos desperdigados en todo el territorio nacional ha mostrado una feroz resistencia a los rasgos culturales de nuestro país. Sencillamente, ellos hablan una lengua  carente de reglas gramaticales; viven obnibulados en  diabólicos rituales  de hechicería  que los empujan a sacrificar animales domésticos; pues, en épocas recientes sus rituales eran sacrificios humanos como ofrendas sus credos diabólicos. Los hechos históricos demuestran que los haitianos hicieron   una revolución inspirada en alienados impulsos raciales que no han tenido treguas en despedazar a una nación marcada por  prejuicios ideológicos cuya victima eterna ha sido la República Dominicana.       Es una desgracia que dos naciones de  culturas, hábitos, tradiciones y lenguas  tan distintas  sean empujadas   a compartir en  un mismo Estado. Agréguese que durante siglos los haitianos han orquestado  una sarta reclamos  contra los dominicanos, que si  estamos consciente de la coexistencia  pacifica: dos naciones y dos Estados; pero, ¡la historia y las circunstancias exigen la construcción de un muro entre  República Dominicana y Haití!