A Orlando Morel
A fuerzas de innúmeras privaciones Quintino Roble había acumulado una respetable fortuna que no estaba dispuesto a menoscabar ni siquiera en aquel momento tan grave.
Don Quintino se ufanaba de nunca haber fumado, jugado lotería o dado, tomado alcohol ni invertido lo suyo en “mujeres de la mala vida”. Y decía con orgullo que comía menos que un pajarito. Siempre andaba desaliñado, con ropa vieja, sucia y sin planchar, que para qué invertir lo suyo en ropa nueva si la vieja lo cubría por igual. Además, sostenía que no valía la pena comprar planchas y gastar más dinero en una electricidad cada vez más cara, cuando esa inversión podía hacerla en algo que hiciera crecer u n poco más su “capitalito”.
El asunto era que don Quintino vivía como un miserable acaudalado. Y de esa misma manera hacía vivir a su mujer y a su hijo. Con aquella mezquina austeridad había logrado adquirir varias casas que rentaba a pagadores puntuales. Y ese capital lo reinvertía, multiplicando sus bienes de manera prodigiosa. De esa forma logró adquirir, a precio de necesidad, una finca de más de quinientas tareas en plena producción de cacao, café, cocos, naranjas, aguacates y mucho más.
Cuando los trabajadores de su finca se quejaban de lo poco que él les pagaba, don Quintino los abochornaba con intransigente sabiduría, diciéndoles que mientras yo, en mi casa, como pica pica, ustedes quieren comer sardinas. Que mientras yo divido un arenque para tres días, ustedes, con lo que yo les pago, quieren comer bacalao a cada rato. Que mientras yo la mayoría de las veces como salami, ustedes, en cambio, quieren comer carne de puerco y de vaca muy seguido. Que mientras yo poseo como calzado solo este par de botas, algunos de ustedes quieren disponer de más de un par de calzado, como si uno tuviera más de dos pies. Que mientras la mayoría de ustedes beben, fuman, buscan mujeres de la calle y juegan gallos, el dao y lotería, yo no invierto lo mío en esas vagabunderías.
Una de las expresiones que con más frecuencia utilizaba don Quintino era “yo no lo doy, no”. Cuando alguien le decía que había pagado diez pesos por una libra de queso del bueno, él le decía como escandalizado: “Pues yo no lo doy, no; yo mejor voy al colmado de la esquina donde venden un queso amarillo a tres pesos la libra y compro un pedazo y lo divido para tres días.
Un día Don Quintino Roble empezó a sentir fuertes molestias estomacales. A veces sentía como si una multitud de víboras les mordisquearan las tripas; otras veces tenía la sensación de que un trozo de leña candente le abrasaba el estómago. Sin embargo, en principio se negó a visitar un médico, porque no es verdad que lo que a mí me ha costado tanto trabajo se lo voy a regalar a los doctores, que todos son unos comerciantes, unos seres sin alma, que lo único que saben hacer es enfermar mucha más a las personas para vivir a sus anchas.
Así que Don Quintino, buscando sanar sus padecimientos empezó a tomar té de jagua con sen y hojas maduras de café y naranja agria, y otras combinaciones y mejunjes que no surtieron el efecto esperado. Entonces, cuando el miedo y las molestias estomacales hicieron causa común decidió visitar al médico que era de todos conocido cobraba más barato en todo el pueblo. Le imploró al galeno que tuviera compasión, que los negocios no iban muy bien y que él tenía muchos compromisos crediticios. Sólo se dejó examinar después que el facultativo le aseguró que no le cobraría por la consulta y los análisis, que sólo tendría que pagar el costo del tratamiento, que no debía ser muy caro.
-¿Cuánto, doctor?
-No sé. Primero hay que esperar los resultados.
-Pero dígame por lo menos un aproximado.
-No sé…
-Creo que si se trata de lo que pienso, no debe exceder los cincuenta pesos.
-El paciente se resignó algo amargado, pero por lo menos con la esperanza de que el dolor infernal no volvería a torturarlo. Los resultados arrogaron la presencia de una úlcera, con tendencia a agravarse si no se iniciaba de inmediato el tratamiento.
Don Quintino marchó de inmediato hacia la farmacia que vendía más barato en todo el pueblo. Iba apenado por el diagnóstico, pero mucho más por la suma que debía gastar. El propietario de la farmacia le dijo que el médico había calculado mal, que él, por consideración, le vendería la medicina a precio de costo, sin ganarse un centavo.
-¿Cuánto?– preguntó don Quintino, como si el alma se le hubiera querido salir.
–Setenta pesos—le contestó el otro.
Al oír aquellas palabras, a don Quintino le entró una ira y un frío enormes. De inmediato sintió que las molestias estomacales volvían embravecidas, que las brasas y las víboras se unían en una operación avasallante. Sin embargo, sacó fuerzas del interior de su abismo, y antes de intentar abandonar el lugar dijo (con las manos hundidas en su estómago y el rostro retorcido por el dolor):”! Que médico más mentiroso! Con que cincuenta pesos, eh. Estoy seguro que usted y el doctor se combinaron para engañarme, pero que les quede bien claro: que yo no lo doy, no.”
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