“El silencio es como el viento: atiza los grandes malentendidos y no extingue más que los pequeños,” escribió Elsa Triolet, novelista francesa del siglo pasado. Al leer esta sentencia, pensé en el difícil y peligroso arte de callar. Oradores, actores, músicos – y charlatanes – deben manejar espacios sin sonido, pues de no hacerlo, ni conmueven ni convencen. Pero a veces callar implica ocultamiento: esconder mentiras y sujetar sentimientos.”El que poco habla poco yerra,” advierte el viejo refrán. En otras ocasiones, suprimimos la palabra buscando introspección, como esos monjes de cartujas.

Hay silencios retorcidos de quienes gustan mantener en vilo a los demás: agresores pasivos que no dicen lo que deben decir. Son indignantes. Otros ni siquiera intentan hablar, convencidos del ninguneo en que los tiene la sociedad.

Sin embargo, aquellos que pretenden comandar pueblos no pueden callar ni hablar en exceso, arriesgándose en ambos casos a perder la sintonía y la credibilidad de las mayorías. La locución sustanciosa, creíble y esperanzadora, constituye una herramienta indispensable para quienes reclaman seguimiento. Fueron maestros del discurso Churchill, De Gaulle y Fidel (en mejores tiempos); Roosevelt y Martin Luther King; Bosch, Balaguer y Peña Gómez. ¿Hubiese sido posible Leonel Fernández o Danilo Medina sin esa elocuencia sintónica que exhibieron como candidatos? (Luego callaron, convencidos de que el silencio es un aliado infalible del político. No lo es.)

De un presidente esperamos silencios cortos y discursos claros y creíbles. No obstante, el actual mandatario, convencido de que utiliza una genial estrategia, gusta de largos mutismos seguido de discursos equívocos; afirma en retórica lo que niegan en los hechos. Sin percatarse de que desgasta su credibilidad, confía en nuestra supuesta idiotez. Resulta extraño, puesto que emula a su archí enemigo Leonel Fernandez, conocido prestidigitador de medias verdades. Ambos ofenden la inteligencia del auditorio pregonando hacer lo que no hacen.

Danilo Medina y sus asesores confían en que podrán meternos gato por liebre; intentan un juego para idiotas. Este cartujo político, exquisito manipulador de masas (halago en política criolla) ha chisporroteado frente al empresariado afirmaciones sobre el enriquecimiento ilícito – en clara alusión a compañeros de partido con los que antaño colaboró y nunca denunció – que se reducen a disparar proyectiles contra su antiguo jefe. Nada más. Pero no da la cara, no lo enfrenta a él, golpea a escogidos terceros en tácticas de carambola.

Guardián jurado, confeso y probado de la impunidad, ahora, “donde dije digo, digo Diego”. ¡Por Dios!, que aquí hay gente que piensa. Duermen cientos de expedientes sellados. Es bien sabido. Peor aún: el “rumor público” y denuncias certificadas indican claramente que en la actualidad germina el picoteo, el grado a grado, el nepotismo, el porcentajismo contractual, y múltiples depredaciones públicas ante la indiferencia brutal de su gobierno. Más respeto, su excelencia. Hubiese sido mejor, más autentico, continuar oculto en su proverbial silencio sin pretender engatusarnos. Si nos trata como idiotas nos veremos obligados, una y otra vez, a recurrir indignados al Profesor Queco Jones y a no creerle jamás.