Reaccionando ante el fallo condenatorio que en ese momento había pronunciado la Corte Interamericana de los Derechos Humanos contra el Estado venezolano a favor del ciudadano Raúl Díaz Peña, acusado, condenado y posteriormente liberado por su presunta participación en los atentados con bombas perpetrados contra el consulado de Colombia y la embajada de España en el 2003, el 24 de julio del 2012, el presidente Hugo Chávez, en una alocución nacional de radio y televisión, le informó al pueblo su decisión de denunciar la Convención Americana sobre Derechos Humanos con las palabras siguientes: “Esta inefable corte ha vuelto a atropellar y a ofender la dignidad del pueblo venezolano. El mundo debe saberlo. Nos vamos a salir de esa corte por dignidad”.

Se podrá estar en desacuerdo con la decisión del presidente Chávez, pero es justo reconocer que la República Bolivariana de Venezuela se retiró con dignidad, de cara al sol, en voz de su Primer Mandatario, sin recurrir, como lo hizo nuestro país, a su propio error para justificar su separación de la Corte IDH, mediante una decisión del mismo prejuiciado Tribunal Constitucional que, en su activismo, había manchado la imagen de la nación de cara a la comunidad internacional, cuando partiendo de un recurso de amparo interpuesto por una ciudadana por la violación de un derecho propio del registro civil, para sorpresa de muchos, suplantando a los poderes Ejecutivo y Legislativo, configuró un nuevo diseñó de la política migratoria del Estado, por demás, sin que nadie se lo pidiera.

Este es uno de esos casos que hacen indispensable repasar la ilustradora polémica protagonizada en la última etapa de la República de Weimar por los dos más grandes exponentes del derecho público del siglo pasado, Hans Kelsen y Carl Schmitt, sobre “¿quién debe ser el defensor de la Constitución?”.

En el referido debate, Schmitt no admite que el presidente, a quien conforme a su tesis le debe corresponder la misión de defender la Constitución, en un caso como el que nos ocupa, contemple desde la grada al TC mientras toma una trascendental decisión que es de su competencia.

Sin lugar a dudas, Kelsen, quien sostuvo la tesis de que los tribunales constitucionales, contrario al criterio de Schmitt, pueden conocer los conflictos de tipo político bajo un criterio jurídico, renegaría de un Tribunal Constitucional que, transformado en tirano de la Constitución y en “activista del falso patriotismo”, se desvíe de su sagrada misión protectora de los derechos de las minorías.

En sintonía con Kelsen, otro destacado jurista alemán, Otto Bachof, como si se refiriera a las sentencias del TC sobre los descendientes de padres extranjeros nacidos en el país, reconoce la subjetividad del juez constitucional, como consecuencia, muchas veces, de su vínculo con prejuicios propios de su origen social, de su concepción política o de su visión del mundo.  No obstante, confía en el juez experimentado que, según él, puede vencer los peligros del trasfondo emocional e irracional de su actividad.

Con su intención de aniquilar la jurisdicción de la Corte IDH en perjuicio de los descendientes de padres extranjeros, el TC, de lograr su despropósito, le cerrará la puerta a todos los dominicanos para reclamar sus derechos cuando les sean negados en la jurisdicción nacional.