Los buenos personajes literarios cobran vida y quedan en la memoria más allá del texto leído.
Esto lo he comprobado al leer un libro de Pérez-Reverte: “El Capitán Alatriste”. No solo lo leí, sino que casi lo hice de un tirón. Tiene el embrujo indescriptible de las buenas narraciones, que dan la sensación de que “esa historia solo pudo haberse escrito con esas palabras” (como gusta decir a Vargas Llosa).
La entrada de la novela es genial, da las pautas generales no solo de un hombre, sino de una época: “No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente”. La acción e intriga de la historia tiene por escenario la España en decadencia del siglo XVII donde “la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros” (P. 11)[1].
El protagonista es un soldado veterano, espadachín de los tercios de Flandes, “de los que en el Siglo de Oro vivían mitad de las mujeres, mitad de alquilar su espada, o su cuchillo: un rufián (…)”. (Pérez-Reverte, discurso de ingreso a la Academia Española de la Lengua, “El habla de un bravo del siglo XVII”).
Hay emboscadas, asesinos, embaucadores, amor y desamor, pleitos en tabernas, tramas en “La Corte” e, incluso, la posibilidad de un conflicto de carácter internacional, todo con descripciones excelentes, tanto del entorno como de los usos, costumbres y forma de hablar de la época, que revelan la vasta investigación para componer esta novela que realizó Pérez-Reverte (De tal éxito que fue la primera de una serie).
Los personajes son descritos con breves, pero puntuales trazos, como el “Licenciado Calzas: un leguleyo listo, cínico y tramposo, asiduo de los tribunales, especialista en defender causas que sabía convertir en pleitos interminables hasta que sangraba al cliente de su último maravedí. Al licenciado le encantaba la bulla, y siempre andaba picando a todo hijo de vecino” (P. 23). Además, de que “Gozaba de excelente carácter, una especie de cínico buen humor a prueba de cualquier cosa” (P. 53). El colega era un tremendo de verdad.
Hay personajes para todos los gustos, desde inquisidores implacables como fray Emilio Bocanegra, hasta peligrosos asesinos como Gualterio Malatesta o políticos maquiavélicos como Gaspar de Guzmán, “tercer conde de Olivares”, quien luego sería nombrado duque y gozaba de un inmenso poder.
Sin embargo, después del Capitán Alatriste, el personaje más interesante lo es sin dudas Don Francisco de Quevedo y Villegas. Bebedor de “buen vino” (siempre lo encontramos en “la taberna del Turco”, incluso allí compone algunos de sus poemas); “testarudo, orgulloso”, con un agrio carácter. “Resultaba, sin embargo, excelente compañero de mesa y buen amigo para sus amigos” (P. 21). Poseía, además, una valentía probada ante cualquier situación: “No queda sino batirnos!”, suele decir el poeta al iniciar, espada en mano, cualquier lance. Es de gran interés también la forma como enfrentaba a Luis de Góngora “su más odiado adversario en la república de las Letras, a quien acusaba de todo: de sodomita, perro y judío”:
“Yo te untaré mis versos con tocino
Porque no me los muerdas, Gongorilla…” (P. 22)
O cuando, implacable y corrosivo, le escribe estos “otros versos, tan celebrados por feroces, que corrieron de punta a punta la ciudad, poniendo a Góngora como chupa de dómine:
Hombre en quien la limpieza fue tan poca,
No tocando a su cepa,
Que nunca, que yo sepa,
Se le cayó la mierda de la boca”. (P. 164)
Quevedo –y al parecer era de verdad así-, “andaba siempre en querellas de celos y pullas con varios de sus colegas rivales, cosa muy de la época de entonces y muy de todas las épocas en este país nuestro de caínes, zancadillas y envidias, donde la palabra ofende y mata tanto o más que la espada.” (P.163)
La novela, por demás, está llena de frases –cosa lógica-. Pero me refiero a frases bien logradas, que nos mueven a pensar sobre muy diversos tópicos de la vida, hay van algunas: “un principio básico de la vida y la supervivencia: si te empeñas, tú mismo puedes ser tan peligroso como cualquiera que se cruce en tu camino. O más” (P. 31). “a diferencia de la terrena, la justicia divina paga por adelantado, aunque cobre a plazo” (P. 47). Y esta en la misma línea: “los santos se salvan solos, mientras que a los pecadores hay que ir a buscarlos donde se encuentran” (P. 58). O esta, sin desperdicios: “es posible hablar con extrema dureza de lo que se ama, precisamente por que se ama, y con la autoridad moral que nos confiere ese mismo amor” (P. 61)
También contiene algunas que podrían ser verdades actuales, no solo de aquella “España corrupta donde todo estaba en venta, desde la dignidad eclesiástica a los empleos más lucrativos del Estado” (P. 89), como esta que bien pudo haberla dicha Maquiavelo: “Con hombres íntegros pueden quizá ganarse batallas, pero no gobernar reinos”. O, sobre lo peligroso que son algunos negocios: “En estos tiempos, saber de más es peor que saber de menos…” (P. 128)
Y que decir de la excelente descripción del entorno donde se desarrolla la trama, la taberna, los callejones oscuros, los cementerios, los “corrales de comedia”, aunque ninguno como las “gradas de San Felipe” “el sitio más animado, bullicioso y popular de Madrid (…) donde se cruzaban opiniones y chismes, fanfarroneaban los soldados, chismorreaban los clérigos, se afanaban los ladrones de bolsas y lucían su ingenio los poetas” (P. 161).
La descripción femenina no puede faltar en la obra. Algunas, no todas, tienen “algo que no se aprende de nadie: una maldad fría y sabia que en algunas mujeres está ahí, desde que son niñas. Incluso desde antes, quizás; desde hace siglos”. Es una forma de ser que el autor define como “las armas con que Dios y la naturaleza dotaron a la mujer para defenderse de la estupidez y la maldad de los hombres”. (P. 173)
Esta novela es, como afirma Vargas Llosa del Tirant lo Blanc, “al mismo tiempo imaginaria y realista, costumbrista y militar, cortesana y erótica, psicológica y de aventuras, todas esas cosas a la vez y todavía algo más”. (“Carta de batalla por Tirant lo Blanc”, 2011:97).
En síntesis, recomendamos esta novela. Ojalá los más jóvenes la lean, apuesto a que le implantará el gusanillo de la lectura. Incluso, creo que estas hazañas del Capitán Diego Alatriste y Tenorio, hombre valiente, de personalidad compleja, de pocas palabras y leal, merecen un lugar al lado de la narración más pura que conozco: “La isla del tesoro” de Stevenson.
[1] Todas las notas se refieren a la Edición de 2008, Punto de Lectura, S. L. España.