En este verano, alrededor del lago Okeechobee donde mi esposo y yo tenemos una cabaña de troncos de madera el terreno está reventando de vida, incluso los mosquitos. El follaje a lo largo de la autopista es de un verde deslumbrante, con hierbas ondulantes, delicadas flores y tupidos matorrales. Después de varios años de sequía, los aguaceros casi diarios están empapando todos los terrenos alrededor del lago. Grandes charcos de enlodada agua de lluvia a menudo salpican nuestro terreno.

Las lluvias son una bendición y una maldición al mismo tiempo. En una mañana calurosa y bochornosa, cuando debería estar dentro de la casa en el aire acondicionado estoy en el jardín arrancando hierbas malas sin cesar. Estoy tratando de rescatar mis plantas nativas de las hierbas más invasivas, que están prosperando debido a las lluvias recientes. Lamentablemente la inundación mató cuatro de nuestras matas de naranja agria, tres arbolitos de roble, varios árboles pequeños de aguacate y una ancha franja de grama.

Paro momentáneamente de trabajar y miro hacia la parte norte del horizonte. La pradera es plana, una sabana ondeante con su superficie rota ocasionalmente por grupos de palmas-repollo (cabbage palms) y varias plantas nativas. El ganado pasta en el campo lejano. Algunos días el ganado viene a pastar al otro lado de nuestra cerca de alambre de púas. En las cercanías hay una laguna con algunas aves, entre ellas halcones, garcetas y el extraño caracará que ha migrado hasta aquí desde su hogar en América Central.

En el jardín, el aire está lleno de zumbidos, ronroneo y revuelo. Los caballitos del diablo de todos los colores suspendidos en su vuelo por encima de mi cabeza están en búsqueda de mosquitos para alimentarse. Las mariposas del Estado de la Florida, la Cebra de Alas Largas (Heliconius charithonia), están revoloteando  alrededor de las exuberantes flores azules de mis plantas de Hoja de Corrimiento (Stachytarpheta).

Las mariposas Monarcas (Danaus plexippus) bajan para succionar el néctar de las Flores de Sangre (Asclepias curassavica) y poner allí sus huevos. Poco tiempo después, las pequeñas hojas y las brillosas flores amarillo-rojizas se verán reducidas a simples tallos como consecuencia de las voraces orugas. A pesar de esto, me siento complacida de que estamos fomentando estas Monarcas cuya población ha disminuido como consecuencia del incremento de la agricultura en invierno en el campo  mexicano.

Gráfica de la mariposa Monarca. Posada sobre una Flor de Sangre

 

Los ruiseñores han regresado a nuestro lote. Encantados de estar de regreso, ellos descienden en picada, coqueteando unos con otros y ocasionalmente hasta cayendo en picada sobre los gavilanes de hombros rojos (red-shouldered hawks). Adoro esas pequeñas aves tan aguerridas que son capaces de combatir cualquier culebra, ardilla o ser humano que amenace uno de sus nidos. Ellos parecen pandilleros barriales que defienden su territorio con tenacidad como un combativo David contra Goliat.

Tantas flores, tanto las nativas como las introducidas están en magnífica floración. Las plantas de Flor de la Cruz se han apoderado de la mitad de la terraza trasera y están vibrantes con seis o siete diferentes tipos de polinizadores, entre ellos, abejas, pequeñas abejas negras, abejas verdes, avispas, hormigas, picaflores y varias clases de mariposas y mariposas tigres. Leí que si las personas plantaran más flores y menos grama eso ayudaría a nuestras decimadas abejas.

Al final de la tarde me tumbo sobre un viejo banco de madera debajo de un  imponente árbol joven de Encina del Sur. Mi corazón se llena de felicidad y de un sentimiento de sentirme parte del sitio. Estos son mis árboles, mis plantas y mis flores. He plantado todo lo que hay aquí, excepto las Palmas-repollo y los Almeces Americanos. En un período de siete años, mi esposo y yo hemos protegido o sacado adelante cuidadosamente una multitud de plantas que ahora están prosperando en esta llanura lozana.

Me digo, “este es mi terreno, mi parcela”, “soy parte de esto”. No soy de la Florida, pero mis ancestros fueron  en gran medida granjeros. Mi abuelo y mi abuela Mac comenzaron sus cultivos en los Ozarks en el sudoeste de Misuri.  Luego ellos se asentaron en Yuma, Colorado y, más tarde en Clayton, Nuevo México. Hasta que llegó el Dustbowl (tormenta de polvo) y los ahuyentó de nuevo hasta  Colorado. Mi madre siempre tuvo huertos. Me repito: “Llevo en mi sangre la ganadería y la agricultura”.

Hoy estoy sudada, maloliente y cansada. La suciedad de Okeechobee me descolora las uñas de los dedos de las manos. Los brazos están marcados por las picadas de los insectos y los arañazos de las ramas y espinas. Formo parte de esta tierra. Eso está grabado en mi piel.

Pero en realidad no soy de aquí, no de la forma en que lo son los aborígenes precolombinos, los modernos indios seminolas, los crackers de La Florida (pobres blancos sureños), los pescadores y los rancheros. Hasta algunos de los migrantes estacionales del norte parece que tienen mayor derecho a esta tierra que yo. Todavía aquí soy una forastera, una recién llegada, la “señora de Miami”, como me llaman aquí, una intrusa en esta tierra llana, mojada, calurosa e infestada de insectos.

No me malinterpreten, estoy muy familiarizada con la condición de ser una forastera, que siempre mira hacia dentro desde las orillas, que observa otras personas que parecen tener una historia y raíces comunes. Quizá por eso me hice antropóloga.

¿Dónde está mi historia, mi raíz? Algunas personas encuentran sus raíces en su país. Otras encuentran que forman parte de un barrio o que son parte de una familia. Mi familia no ha poseído una misma propiedad durante largo tiempo, ni ha tenido la característica de pertenecer a un vecindario. Vinimos, permanecimos durante un tiempo y luego nos mudamos. Con el paso de los años he vivido en Colorado, Kansas, Chicago, en la ciudad y en el Estado de Nueva York, en Nuevo México, Pompano Beach, Miami y en las praderas de La Florida, todo esto en varios apartamentos y casas.

No soy muy diferente de muchos otros ciudadanos de los Estados Unidos que no pueden nombrar un lugar o una comunidad a la que pertenecen. Esto puede parecerle extraño a los dominicanos que tienen raíces profundas en la República Dominicana; sin embargo, los Estados Unidos es un vasto país con una población que se muda con frecuencia; por lo tanto, muchos de nosotros no tenemos “un hogar”.

A pesar de eso, quizá por esa costumbre de mudanzas frecuentes, formo parte de estas planicies de Okeechobee. En realidad, sigo los pasos de muchos aborígenes, pioneros, aventureros, optimistas, proscritos y, hasta bandidos, quienes por casualidad se aventuraron por estas planicies. Algunos permanecieron aquí por corto tiempo, otros establecieron aquí sus hogares y emprendieron nuevas vidas, y, algunos dejaron sus huellas en esta difícil y no obstante delicada tierra.

Las plantas aquí, tanto las nativas como las introducidas, también evocan una historia silenciosa de los muchos pueblos que han pasado a través de la Florida y que han traído plantas consigo. En estos artículos les mostraré como esos pueblos y las plantas están integrados a las historias de La Florida, del sudeste de los Estados Unidos, del Caribe y otros rincones más distantes de América.

En esta planicie de Okeechobee estoy encontrando mi conexión, mi historia y mi identidad. Tengo historias para contar acerca de mí y mi esposo -dos citadinos trasplantados- que luchan contra las hierbas malas, el clima cambiante, en este lugar remoto que lentamente se convierte en un hogar. Entretejidas con esas historias hay algunas sorpresas, algunos misterios y, hasta fantasmas.