Al dominio y control del poder político en República Dominicana ha llegado, se ha desarrollado y expandido una casta cuya admiración y adulación a sí misma es excesiva y exagerada, mostrando una especie de trastorno o patología narcisista. Es una verdadera y real plutocracia, invadida e impregnada de vanidad, altanería, orgullo, prepotencia, egocentrismo, elitismo e indiferencia ante la difícil situación que abate a nuestro pueblo.
El solio presidencial y su administración pública, desde la máxima figura hasta su legión de funcionarios han exhibido y practicado la cultura del yo, el expresionismo y el énfasis en la exteriorización de su persona, el desierto social, pérdida del sentido; indiferentes ante la cruda realidad que implique tomar postura seria y responsable.
Si profundizamos en el perfil, la personalidad y los criterios del narcisista, tenemos que colegir que el grupo que hoy día ostenta y concentra casi todos los poderes del Estado y sus instituciones, está regido por un patrón grandioso de vida, que se expresa en fantasías y modos de conducta que incapacita al individuo para ver al otro. Su visión de las cosas es el patrón al cual el mundo, la sociedad y los ciudadanos deben someterse, por su puesto a ellos, los que gobiernan.
Esa elite política, desenfrenada en su boato, su holgura y opulencia exige de manera artera y petulante que el pueblo se guie y obedezca a sus propios puntos de vista, los cuales consideran irrebatibles, infalibles y autogenerados. Las cosas más obvias y corrientes, si se le ocurren, deben ser vistas por los demás con admiración y se emborrachan de su misma expresión. En esa claque corrupta y degenerada existe una inagotable sed de admiración y adulación; esa sed y necesidad lo incapacita para poder reflexionar tranquilamente y valorar serenamente la realidad.
La cleptocracia que habita y cohabita la casa presidencial de nuestro país vive mas preocupada por su actuación en cuanto al efecto teatral y reconocimiento externo de sus acciones, que en la eficacia real y utilidad de las mismas.
Las autoridades y funcionarios que contralan actualmente el Estado dominicano, aun cuando pueden poseer una aguda inteligencia, éstos se hallan obnubilados por esa visión grandiosa de si mismos y por su hambre de reconocimiento. Llama la atención, cómo muchas personas de distintos estratos sociales, pudiendo ser exitosas, productivas y creativas, someten su capacidad e inteligencia a aduladoras mediocridades que dicen estar en la cresta del poder político.
Como narcisistas al fin, cuando esa clase gobernante ejerce posiciones de poder, se rodean de personas que por su propia condición son inferiores a ellos y los que hacen es: alabarlos, elogiarlos y lisonjearlos, pero en función de un interés mezquino.
Dicho grupo gobernante, muchas veces, drogados por su discurso soso, etéreo y autodirigido no son capaces de reflexionar y escuchar lo que el pueblo necesitado y hambriento les grita.
La alcurnia narcisista que nos desgobierna podrá ser muy exitosa en cuanto al brillo externo: las cifras y porcentajes de crecimiento económico, de dominios de percepción en la popularidad de su gestión y muchos índices manipulados y maquillados, que pudieran promocionar desde su multimillonaria maquinaria y plataforma mediática. Sin embargo, su poder político y económico está cimentado en una fantasía, donde campea por sus fueros la impunidad, la corrupción y la degradación moral y ética.
En un gobierno tipificado de narcisista, como el que regentea el Palacio Nacional en la actualidad, vemos cómo personas con una inteligencia mediocre y una cultura pobre escalan posiciones sorprendentes y donde prevalecen las más insulsas ideas expresadas con un espíritu mesiánico, providencialista y presidencialista, y sin la más mínima consideración moral y ética, dirigen a una nación.
El profesor Juan Bosch creyó haber dejado una impronta de su magisterio y pedagogía política, pero desafortunadamente y para desgracia del país, a quienes nos legó fue a pseudos discípulos y maestros encaramados en el más descarado y oprobioso narcisismo alimentado por los mismos alabanceros y cobistas de siempre.