La victoria de Ollanta Humala en Perú deja a todos los latinoamericanos una señal muy clara.

La descomposición moral de la actividad política en nuestros países alienta cada día soluciones extremas, verdaderos y peligrosos saltos al vacío, y no está lejano el tiempo en que nos veamos aquí obligados a encarar esa clase de incertidumbre.

Si las cosas siguen como van, ese será el final al que nos conducirá inevitablemente el quehacer sin ningún control de los peores y más corruptos clanes políticos que hayan dominado jamás la vida del país en sus etapas democráticas. No veo otra posibilidad en el futuro a menos que todo esto cambie y nadie en su sano juicio se aventuraría a apostar por ello.

¿Cómo entender que en un país con una economía en crecimiento y un clima de libertades públicas, los peruanos se vieran obligados a decidir por una de dos opciones aparentemente estériles, inducidos a ceder sus votos por promesas llenas de fantasías provenientes de un populismo flácido y desgastado y un nacionalismo arcaico impropio de estos tiempos?

Evidentemente, los peruanos se cansaron de ver frustradas sus ilusiones, de sentirse cada vez más abandonados mientras a su alrededor minorías adheridas al poder político se enriquecían valiéndose de privilegios irritantes. Ya pasó lo mismo en Nicaragua, Bolivia, Ecuador y Venezuela, club de ilusionistas al que se teme se una Ollanta una vez se consolide en el poder. Los dominicanos no estamos libres de esa amenaza.

Algún falso redentor estará ya escondido esperando pacientemente el momento de salir a la luz bajo la protección del manto de pobreza que cubre gran parte del país, mientras los profetas de la redención social del ayer reciente se llenan las arcas de riquezas mal habidas, pretendiendo todavía ser los ángeles protectores de irredentos, engaño del que se valieron para llegar al lugar que siempre soñaron.