En la discusión sobre si el hombre que nos gobierna es un estadista consumado o un político, me inclino por lo segundo, añadiendo lo siguiente: "a la vieja usanza". Un verdadero hombre de Estado no sale continuamente de su país por los largos períodos en que el presidente suele hacerlo, sin más objetivo que los viajes mismos y la promoción de sus objetivos personales.
Un estadista de verdad, que ame a su país y tenga por objetivo el bien común y no tan sólo el de los suyos, no permite a su gente en el Congreso legislar en provecho propio, en violación de las más elementales normas de la ética y la decencia pública, como son los "barrilitos" y los "bonos" anuales en tiempos de Navidad, los Reyes Magos y el día dedicado a las madres, con el pretexto de una acción social impropia de la misión legislativa.
Un estadista, no un político, no se vale del presupuesto nacional para crear "nomiñillas" secretas para beneficiar a la militancia de su partido, con el propósito principal de obtener el control de los poderes del Estado, porque un estadista verdadero cree y defiende la separación e independencia de los poderes como una garantía de todos los derechos consagrados por la Constitución.
Un estadista, no un político, le hace honor a su palabra y sus compromisos, y no antepone el interés de la nación a sus propios intereses y objetivos, aunque en ello arriesgue el puesto y sus planes personales. Un estadista, no un político, dice " ¡no, eso no!", cuando la seguridad jurídica, la transparencia, las reglas del juego político y la diafanidad de los procesos electorales corren riesgo. Y sobre todo, se erige en guardián y protector de la Constitución y el respeto a las leyes de la nación.
Un estadista, no un político, se gana y busca el respeto y la admiración de su pueblo, por medio de la persuasión y las buenas acciones, no a través del uso del poder para imponer sus decisiones.