Su aspiración más recóndita fue siempre escribir historias. Contar episodios triviales, insignificantes, deslizarse por los meandros de un conflicto hasta encontrar las diferentes aristas que lo contienen. Tenía un único temor, no quería convertirse en una de esas jóvenes insatisfechas y amargadas que juntaban palabras mecánicamente después de haber leído Rayuela o de ahogarse entre poemas de Alejandra Pizarnik. No aspiraba a ser una estampilla más, un vómito regurgitado tantas veces por adolescentes que despertaban a temprana edad con el sabor amargo de la soledad en la boca. Por esa razón su biblioteca estaba exenta de rituales. Nada de feminismo fanatizado, ni una sola referencia a Virginia Woolf, ni fotos de Frida Kahlo en las paredes.

Entendía su mundo lo suficientemente interesante y completo como para no precisar de muletas prestadas. Tenía un filtro en las arterias capaz de percibir a través de sus ojos el desconsuelo, su propio vació existencial. Odiaba las poses, los gestos grandilocuentes de las aspirantes a poetas y detestaba sobre todas las cosas ser una coleccionista de amores trágicos. Daba la vida porque la vida pasara por encima de su cuerpo. Vivir es solo eso, se decía a sí misma. No convertirse en melodía tocada por dedos entumecidos. A partir de esta concepción fue poblando su apartamento de cosas muy cercanas, nunca vistas en fotos ni en las residencias de sus amigos. El mapa de sus sentimientos llevaba su nombre en cada pendiente, río, montaña, tundra y desierto. Había días en su vida de fuertes lluvias, tempestades, frías noches, días cálidos, serenos y amigables con su entorno.

Y así aprendí a quererla. Era su particular estilo de ser lo que tanto me atraía. Siempre fue buena lectora, pero carecía de ataduras. Un libro de arquitectura, de botánica o astrología, de pintura, tenía para ella idéntica importancia que El Extranjero de Albert Camus. No aceptaba estereotipos impuestos. Empecé a amarla desde el mismo instante en el que descubrí esa feroz independencia en su persona. Una libertad que no podía encontrarse en el catálogo de una época en la que todo tiende a ser enlatado y sin ningún criterio de diferenciación. Amarla era para mí -y sigue siéndolo- ir a contracorriente. Ir contra ella misma, contra mí mismo y eso hace única nuestra relación.