Tener un encuentro con un escritor verdadero es un privilegio, una aventura al infinito, pero muy pocos llegan a pasar por ese prisma. Voy a contar por ello, mi particular experiencia. Vivo en un complejo de apartamentos que disfruto bastante por la tranquilidad y el sosiego que se respira. Aquí puedo darme el lujo de caminar sus calles internas sin temor de ser atropellado por un vehículo a alta velocidad o ser asaltado en el preciso instante en el que salgo a buscar una idea por sus áreas verdes. Frente a este residencial construyeron un importante supermercado con todas las características de esos establecimientos modernos. Disfruto enormemente al perderme entre góndolas, oler el pan recién salido del horno, comparar precios de los alimentos, llevar verduras frescas, separar las viandas y entrecoger la mejor. Es apasionante ir al supermercado, se puede comparar con ir a la librería y descubrir un nuevo autor por debajo de muchos otros libros y sentir que ese volumen se escondió, a la vista de los demás, solo para que tú tuvieras la suerte de dar con él.

Salí un día cualquiera, a finales del año pasado, para hacer mi recorrido acostumbrado, me encontraba en el área donde se elabora el pan, hermoso y solidario proceso. El acto de hacer el pan es un canto a la poesía, los panaderos deberían de ser los sustitutos naturales de los políticos en las Naciones Unidas, se entienden entre ellos, conversan desde esa masa amorfa de harina.Caminaba yo entre góndolas, cuando de repente vino hacia mí, empujando un pequeño carrito cargado de alimentos, un señor de pequeña estatura. Me miró desde unos ojos azules con un fondo de mar y supe que tenía la sensación de conocerme de algún lugar de Indonesia o de una lejana tribu africana. Debí producirle una cicatriz en su memoria. Le inquieté ya que sus ojos se encresparon intentando saltar desde el fondo de ellos mismos. De mi parte era consciente de que estaba frente a un escritor. Jugaba con la ventaja de que sabía de él más de lo que él mismo podía imaginar, por lo que se puede entender que tenía referencia de su persona desde tiempo atrás. El escritor de quien hablo se llama Juan Carlos Mieses. Toca demostrar ante las pupilas de los lectores de esta crónica mi arriesgada teoría de que me encontraba frente a un escritor verdadero.

Mi primera experiencia con su obra me llegó a través de un libro de poemas hermoso: "Desde la isla", premio internacional de poesía Caribeña Nicolás Guillén 2001. Sus versos son embriagadores, un paseo a través de las palabras sobre el ancho mar del Caribe, viajando entre su flora y su fauna en un vaivén de suaves olas. Esa experiencia con su obra, hasta ese momento, no me había llevado a creer que estaba ante un escritor de condiciones tan excepcionales como las que después descubrí con otro de sus libros. Uno de sus ensayos me quitó la venda, fue como un golpe de luz feroz en mis pupilas.

Les cuento. Una tarde cuando me encontraba junto a un editor, conversando acerca de la posibilidad de publicar dos de mis obras, apareció aquel que conocí en el supermercado de ojos azules y encrespados. Se paró y me saludó de un modo efusivo y cariñoso, para sorpresa del dueño de la editorial, que no podía entender mi cercanía con un escritor de su talla. Su sorpresa fue aún mayor, cuando en un gesto de generosidad infinita, afirmó refiriéndose a mí que estaba ante un buen escritor de narraciones cortas. No pude, por supuesto, sentirme más halagado. El diálogo entre los tres fue breve pero fructífero.

De esa reunión fortuita traje conmigo un libro de Juan Carlos, del que quiero compartir un ensayo magistral titulado "Apología de las palabras". Este trabajo va a ser la carta de presentación que sustentará mi aseveración de haberme encontrado con un escritor excepcional. En este viaje por el mismo se van a enroscar, como dos serpientes en una escalera en espiral sin encontrarse en ninguna parte como diría Fernando Pessoa, los escritos de Juan Carlos Mieses, Vladimir Mayakovsky, y en algunos casos puntuales, mis propios escritos.

El autor inicia su ensayo haciendo abstracción de una conversación del poeta Stéphane Mallarmé con el pintor Edgar Degas. El diálogo parte de la preocupación del pintor ante su imposibilidad para escribir un poema. Juan Carlos hace uso de su poder imaginativo y recrea primero el ambiente donde él entiende se gesta esta escena. Lo dice de este modo: "A mí me gusta imaginar la escena en el mes de septiembre, veo al poeta y al pintor juntos, frente a un ventanal por donde penetra el fulgor de la tarde… Querido amigo, dice Degas, a veces intento escribir un poema, pero a pesar de tener una idea perfectamente clara de lo que deseo expresar, no lo consigo". El diálogo continúa con estas palabras de Mallarmé: —"Mi querido Edgar, es que los poemas no se escriben con ideas, se escriben con palabras". Al leer esta introducción solo me queda decir, citándome a mí mismo aún a riesgo de parecer arrogante, que ¨existe un tono narrativo alto, solemne, como las trompetas  de los ángeles anunciando un gran acontecimiento, quienes logran llegar a esos registros vocales suelen ser los grandes escritores, trascienden por lo impersonal, distante de lo humanamente aceptable, no diré que son dioses, pero el ronquido de su voz sobrecoge, intimida, penetra¨. Hay en esa escena descrita por Mieses ese tono narrativo alto, que nos va conduciendo con delicadeza hacia el follaje inasible de la palabra.

Más adelante el ensayista y escritor nos revela que muy a pesar de los estudios de lingüistas, filólogos, gramáticos, semiólogos y académicos, que intentan describirlas y encamisarlas, "las palabras se parecen a nosotros quizás porque son el reflejo de nuestro espíritu". Unas líneas después argumenta con más precisión "ellas, cuyo papel consiste en nombrar, en iluminar, en aclarar, en señalar…se ven a menudo perdidas, atrapadas por la complejidad de este mundo que gira entre abismos sin fondo y en donde la armonía convive con el caos".

De ese mismo tenor y enroscando la serpiente, tomemos unas notas de Vladimir Mayakovsky quien nos habla de Anton Chejov y señala el poder revelador de las palabras para patentizar una sociedad nueva que se levantaba ante sus ojos. Vladimir Mayakovsky dice: "Todo escritor debe de decir una palabra nueva. Y he aquí que Chejov introduce en la literatura rústicos nombres de cosas rústicas, dando así una expresión verbal a la vida de la “Rusia mercantil” Es el único que ha pretendido dar una locución verbal precisa a cada momento de la vida. Se ha burlado sin remisión de los “acordes” y de las “plateadas lontananzas” de los poetas que han sorbido el arte con el dedo (…) No es la lógica la que genera la palabra, sino la palabra la idea". Todas estas reflexiones de Mayakovsky son increíblemente actuales, insobornables, meridianas.

 En estos pensamientos vemos que la palabra tiene, hasta cierto punto cuerpo, textura y que no deben de ser tan solo un juego del escritor, que algunas de ellas laceran, cortan, hieren, matan, pero por igual curan, dan paz, sosiego y armonía. Podemos ver de acuerdo a sus reflexiones que las palabras, por separado, aisladas en sí mismas, no producen ningún efecto de deslumbramiento. Es la asociación de unas con otras, a veces enfrentadas, la que nos da una nueva visión de las cosas. Un diccionario no nos puede describir el amanecer en Singapur. Solo el poeta, el escritor, como demiurgo, lanza las palabras al mar insondable de nuestro ser y nos las entrega convertidas un sol radiante. Pero dejemos que sea Juan Carlos Mieses quien defina las infinitas formas de nombrar la naturaleza. "Las palabras tienen su origen en la tierra y sus ambiciones en el cielo y que cuando el poeta dice flor, esa flor guarda entre sus raíces motas de fango y cuando un escritor dice hombre, pensando tal vez en la saga de la humanidad, en los prodigios de Atenas, en la odisea de los conquistadores o en el esplendor del siglo de Oro español… ese escritor que dice hombre, piensa tal vez en todo eso, pero esa sencilla palabra sugiere también, aunque él no lo pretenda, el pueblo, la multitud, la masa, la chusma de la que hablaba Carl Sandbourg, y es así como la palabra estrella nos impulsa hacia un universo que se expande cada vez más y al hacerlo expande sus propios límites y que la palabra princesa, a pesar de su ruecas de plata, de sus quioscos de malaquitas y de sus mantos de tisú, evoca un mundo de desigualdades supremas y de privilegios insalvables".

Creo que ahora deben de entender los lectores que tuvieron la gentileza de seguir este escrito hasta esta parada de tren, que tenía razón al decir que yo había encontrado a un escritor verdadero.