La respuesta era sí o no. Lance Armstrong miró a Oprah a los ojos y por primera vez dijo la verdad: sin dopaje nunca hubiera ganado siete Tours de Francia. A esa altura, ya había perdido mucho más que sus medallas.

Por culpa de su fábrica de engaños y del fraude del dopaje, la máxima estrella del ciclismo mundial destruyó su reputación de héroe, su leyenda y hasta sus negocios. Las estimaciones más conservadoras hablan de casi 150 millones de dólares que se irán junto a las marcas que solían apoyarlo.

La primera en pegar un portazo fue Nike. El contrato que la unía con Armstrong era de más de 40 millones de dólares. Otras marcas decididas a tomar el mismo camino fueron Trek Bicycle, la cervecera Anheuser-Busch InBe, Oakley y Radio Shack.

Atravesamos una etapa que no admite engaños. Como nunca antes en la historia, la “transparencia” se paga al contado y en cifras siderales. La revolución digital no es apta para tramposos. ¿Acaso Armstrong no lo sabía?

La confesión en el programa de Oprah le puso punto final a un largo camino de intrigas, rumores y agonías en el que Armstrong intentó -en vano- defender su inocencia.

Detrás de su tenaz lucha había razones de peso: varias de las más importantes compañías del mundo habían amenazado con retirarle su sponsoreo en caso de que se confirmaran las sospechas. Y así fue.

El día en el que comenzó el engaño de Armstrong no existía este mundo que hoy lo está condenando. En ocho años las sospechas no habían ejercido suficiente presión: la opinión de la gente era muy poco impactante en el 2005.

Hasta no hace tanto, esos usuarios tenían pocas formas de expresión. A lo sumo una carta de lectores en algún diario. O un mensaje en la radio. Pero la participación cambió para siempre. La gente influencia a la gente. Ya no son los grandes comunicadores o los íconos sociales: ahora es la gente la que tiene un poder inmensurable.

Hoy, el reclamo por una línea de conducta clara entre lo que se dice y se hace no deja lugar a dudas. La participación de millones de usuarios en redes sociales, sus comentarios e interacciones con las marcas fijan un límite preciso y nunca antes conocido.

Gracias a las plataformas sociales, basta con un teléfono inteligente para hacer temblar a una compañía y ponerla entre la espada y la pared. Con un comentario en Facebook o Twitter, el mundo abre recursos infinitos para la repercusión y, por lo tanto, para el empoderamiento de quien escribe.

Nike lo aprendió a los golpes. La pasó mal con Tiger Woods, cuando fue protagonista de un escándalo sexual y la empresa al dudar lo mantuvo como su patrocinado y perdió 105 mil clientes que no soportaron una condena contundente de la compañía.

Con Armstrong no iba a persistir en el error. Por eso, tomó una decisión inmediata, acorde a la velocidad electrizante de los tiempos que corren. Le fue bien y muchas otras marcas la siguieron.

El caso es ejemplificador y promete nuevos capítulos, tal vez con otros protagonistas, en otras disciplinas. Lo que es seguro es que se achica el margen para la impunidad. Los ganadores no usan drogas, los sponsors tampoco y el público decide y manda.

A ponerse las pilas: el mundo es así y será más duro todavía.