“A mis amigos les adeudo la paciencia de tolerarme las espinas más agudas, los arrebatos del humor, la negligencia, las vanidades, los temores y las dudas”.- Alberto Cortez
A mi amigo Armando se le ocurrió reunirnos a todos el pasado fin de semana en un espacio paradisíaco, los terrenos de su casa materna y allí, resguardado por los frondosos árboles que cobijan el lugar, volví a meditar sobre la amistad. Cualquier fragmento de una vida puede ser inabarcable y este axioma es fácilmente verificable en una reunión de amigos de infancia, donde abundan fraternales diálogos que traen a nuestra memoria el pasado. Hay dos temas que en mí son motivo de preocupación constante y objeto de reflexión: el amor y la amistad. Existen innumerables tratados que abordan uno y otro con evidente destreza, alguno de ellos, sin la menor duda, de modo brillante. El amor, aunque complejo, es lineal y es tangible; sin embargo la amistad se me antoja escurridiza, voluble en ocasiones y llena siempre de infinitas aristas. A menudo buscó en la amistad una transparencia que se vuelve opaca.
Un encuentro entre amigos ya entrados en edad es una sinfonía de infinitos movimientos, un escenario de diálogos mudos, subliminales. Cada pieza elegida en la ubicación del tablero no es antojadiza, por el contrario posee un lenguaje, una intención que a veces ni siquiera se oculta. Uno es bastante ingenuo al creer que aquello que te cuenta tu compañero de asiento en el punto tangencial de la esfera, lo dice porque sí y al albur del momento y no es así. Casi nunca nada es inocente ni casual. En esos casos uno debe ser capaz de interpretar con corrección la partitura y saber que la pieza de música que se toca a tu lado se ejecuta en exclusiva para ti.
El escritor ha de tener las dotes de un sabueso y leer entre líneas si no quiere quedar al margen de la historia contada. Hay momentos, en ese tipo de reuniones, en los que puede advertir el modo en el que dos personas hablan de manera amena, compartiendo entre risas anécdotas del pasado. A veces uno de ellos narra al otro experiencias vividas en países distantes, quizás en la Unión Soviética de principios de los años ochenta formando parte del ballet de danza de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. En otras ocasiones la charla da de repente un giro y se acerca a historias de carácter más íntimo y personal. Mientras uno cuenta retazos de su vida y otro escucha, un tercero se incorpora acercando unas latas de cerveza. Justo en el instante en el que éstas se abren me pierdo en el recuerdo de una reflexión que escribí hace unos años: " La amistad es como una llamarada cuyo valor no reside en lo espectacular de su primera combustión, sino en la humilde permanencia de su pequeño fuego."
A mi regreso -tras esa breve ausencia- observo el entorno y me pregunto qué nos une. Intento averiguar las claves que nos mueven, el nombre de esa esencia que logra reunirnos en una especie de ceremonia que evoca el pasado. Cada uno de nosotros comprueba su corazón tratando de averiguar si late con la misma intensidad con que lo hiciera cuando nos conocimos. Y es entonces cuando te das cuenta de que nada es uniforme ni homogéneo. Intuyes a simple vista que existen compartimentos secretos, que algunos se llevan bien con unos y mal con otros, que hay cuestiones pendientes jamás expresadas. Les contempló a todos ellos en la distancia, agrupados a la sombra de un grandioso árbol de mango y vuela hasta mi memoria una vieja historia muy lejana y las palabras con las que una vez la resumí. "En una época, siendo apenas un adolescente, yo era un fanático de la serie de televisión Kung Fu. No me perdía un solo capítulo. Recuerdo sobre todo aquel en el que el pequeño Saltamontes cuestiona al maestro sobre la amistad. Él le preguntaba por qué personas que se conocen desde hace muchos años no logran establecer una profunda amistad, mientras que otras, que apenas acaban de encontrarse y no acumulan largo tiempo en común, alcanzan niveles de autenticidad y de afecto que otros no consiguen tras años de trato. Él maestro respondió desde su sabiduría milenaria – es que el corazón no registra el tiempo, sino los hechos"
La tarde se nos fue colando entre los árboles. El alcohol hizo de las suyas y los briosos corceles del cariño renovado se acabaron expresando abiertamente. Se estrecharon los contactos, se apretó el abrazo y la palmada en la espalda se hizo alegre y vigorosa. La música de fondo nos trajo nostalgias y episodios ya olvidados. La memoria es obcecada y persistente; convoca lo bueno y de igual forma lo malo que llevamos dentro hasta dar lugar a la amarga reflexión. "Un día, de manera sorpresiva, te despiertas consciente de que has sido el centro, el punto de admiración de todos tus amigos de infancia y lo peor de todo es que también has generado un sentimiento de envidia profunda, casi enfermiza en alguno de ellos. Inexplicablemente ese día comprendes, de repente, que te odian, que te desean el mal, que un fracaso tuyo es un triunfo para ellos, que tú tropiezo significa un nuevo escalón ascendido en su interior. Entonces quieres escapar, no volver a ese espacio de por sí contaminado de tu pasado, dónde sabes que esperan como pirañas en su lago de frustraciones. Te ves obligado a remar hacia otras aguas, a alejarte sin volver la vista atrás. Debes renunciar a una parte de tí, porque de no hacerlo, de seguir insistiendo en querer ser aceptado por quienes desprecian tus virtudes, el día que menos lo esperes, cuando toques su puerta por una perentoria necesidad, verás el placer con el que se disfruta la hiel amarga en labios del otro"
En el fondo uno sabe que todo encuentro de seres humanos genera un micro mundo de altas y bajas pasiones y quienes somos cronistas tan solo tratamos de transcribir los hechos, sintiendo al mismo tiempo aquello que late bajo las aguas y no asciende a la superficie. No todo es agua turbia y sin embargo volver con la frente marchita –como cantara Gardel– no es tarea fácil. Tal vez por esa dificultad muchos de los convocados no asisten a esos encuentros; es posible que teman afrontar el presente y sentirse parte de un naufragio. Y es que, como dije hace ya mucho, “la amistad es un largo camino con pendientes, montañas empinadas, terrenos áridos y fangosos. No creamos a quienes la definen como una pista plana y sin escollos. Son tan cambiantes los paisajes como los mismos amigos. Solo tienes que recordar una frase, leer unas líneas de alguna carta recibida hace diez o quince años y te dará la sensación de estar en estaciones del año muy distintas a la del momento en que te fue enviada. Y es que no solo es diferente aquel que introdujo el sobre en el buzón, sino que también tú eres otro al leerla de nuevo. Tu escenario ha cambiado, no son los mismos árboles los que te rodean, el arroyo que una vez corría impetuoso, hoy apenas es una foto húmeda por donde viajaba el río. No hay razón para quejarse, a menos que te niegues a creer en Heráclito de Éfeso y en el intento de bajar al que nunca ha sido el mismo río, no te des cuenta de su profundidad y te ahogues"
Y a pesar de todo ello creo que estos encuentros nos renuevan por dentro. Nos permiten hacer balance y en muchos casos nos confirman las urgencias. Esas ganas innegables de seguir viviendo, de sentirnos optimistas y de amar –sobre todas las demás cosas– la propia vida.