«Libros tontos cómo quieren que sus letras entren en mi mente», cantaban los de Bronco. ¿Tontos porque el chico tiene un examen y obvio, no puede ni quiere estudiar y sólo se interesa en los suspiros que se escapan de su boca (que no es de fresa) para invocar a la compañera de clase?

Aunque claro, qué culpa tiene el libro si el estudiante no capta; hasta tiene su propia celebración: El Día Internacional del Libro que, según la Unesco, se festeja cada veintitrés de abril y cuya elección es, al mismo tiempo, un discreto homenaje a Cervantes y a Shakespeare, quienes murieron ese día, pero de un lejano 1616.

A propósito de lo anterior, para qué hacer (como muchos) una lista de libros imprescindibles, fundamentales, bla, bla, bla. Prefiero hablar de un relato de Augusto Monterroso, en el que nos cuenta sus aventuras para deshacerse de quinientos engorrosos libracos.

En el texto en cuestión, el guatemalteco nos explica cómo se saturaron sus estantes. Por un lado, «gracias» a sus amigos poetas, novelistas y sociólogos, que cada que publican un libro, lo primero que hacen es regalárselo. Luego, por pura vanidad: «Un día uno está tranquilo leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: "¡Cuántos libros tienes!". Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: "¡Qué inteligente eres!", y el mal está hecho».

Monterroso se refiere a esa fórmula engañosa, la de los muchos libros que son la prueba irrefutable de la inteligencia superior de su dueño y, para tratar de seguir siéndolo (léase alimentar su ego), se lanza a recorrer las librerías de viejo, hasta qué ya no habrá sitio donde poner tanto «valioso» ejemplar.

Entonces, si tener muchos libros no es sinónimo de ser brillante, carecer de ellos no significa que uno sea un imbécil. Este argumento habría salvado del escarnio al político Enrique Peña Nieto, quien, durante su campaña por la presidencia, no pudo siquiera nombrar los tres libros que lo habían marcado. Estaba en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara pero, si lo suyo no era la lectura sino la politiquería tenebrosa, a qué se mete allí, aunque esa, es otra historia.

Ahora bien, el escritor francés Daniel Pennac, también con humor, ha establecido un decálogo a propósito de los derechos del lector, siendo el primero, el derecho a no leer. Y así continúa: el derecho a saltarse páginas, el derecho a no terminar un libro, el derecho a releerlo, el derecho a leer lo que sea, cómo sea y dónde sea, etcétera. ¿Y el derecho a festejar el Día del Libro?, que al parecer tiene sus inicios en Barcelona.

Ignoro cómo empezó todo, unos dicen que fueron los novios; otros, que los amigos; los malpensados mencionan a las editoriales y los más, señalan que los enamorados aprovechaban que era el día de Sant Jordi, para intercambiar rosas y libros. ¿Un divertido preámbulo a la lectura de las caricias?

Por cierto, el mentado San Jorge es un Santo muy socorrido. Es el Patrono en las geografías más diversas: Desde Inglaterra hasta Cataluña, pasando por Georgia, Durango y Moscú. Un Santo que, montado en su blanco corcel y ayudado por su lanza y por la providencia, se encargara del malvado dragón para salvar a la linda princesa, ¿la de la boca de fresa?

Los festejos incluyen libros abandonados en los parques, para que algún despistado se sienta feliz de encontrarlo y, eventualmente, de leerlo. De esta manera se cumple la máxima de que es el libro el que escoge a su lector y no al revés. ¿Mandatos del azar?, ¿caprichos de la fortuna?

En fin, nada mejor para concluir que refugiarse en la sabiduría de Borges, Santo Patrono de los Laberintos. El genial argentino apuntaba que todos los instrumentos del hombre no eran sino extensiones de su cuerpo: El microscopio, una extensión de la vista; la espada y el arado, del brazo… Sin embargo: «el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación».